𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 𝑻𝑹𝑬𝑰𝑵𝑻𝑨 𝒀 𝑼𝑵𝑶

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Estados Unidos, siglo XX; la segunda guerra mundial finalizó, las fuerzas opositoras se rindieron a medida que los Aliados avanzaban y el principal y reconocido genocida y líder bélico muere

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Estados Unidos, siglo XX; la segunda guerra mundial finalizó, las fuerzas opositoras se rindieron a medida que los Aliados avanzaban y el principal y reconocido genocida y líder bélico muere. Comienza la cruda etapa de la posguerra.


El bochorno caló sus huesos, ella se quedó medio segundo quieta, arrodillada en el piso y con sus manos apretando la taza rota que acababa de romper. Sintió cómo su piel ardía cuando los pedazos hicieron mella en su mano debido a la fuerza, con los ojos cerrados trató de disipar las burlas y las risas de los hombres a su alrededor, pero, sobre todo, intentaba que la falta de voluntad para ayudarla por parte de sus compañeras mujeres no triturara su pobre y golpeado corazón.

Eso es lo que pasaba continuamente, no importaba que las mujeres se hayan hecho un lugarcito entre la monotonía machista de siempre, ellas seguían siendo la paria de la sociedad. Las esclavas, las que limpiaban los trapos sucios y hacían los recados, aun cuando su trabajo fuera otro.

Ella había estado por completo feliz y dispuesta a aprender el dulce arte de escapar de casa: ser mecanógrafa. Y, sin querer, ahora quería practicar un nuevo pasatiempo llamado ¡Trágame tierra!

Suspiró e ignoró cada uno de sus pensamientos, con apenas voz se disculpó con Bob Rogers mientras que tomaba los pedazos rotos y se paraba.

—Despistada como siempre, Jones —se quejó a pesar de que ella no tenía la culpa, él se había cruzado a propósito, se divertía de molestar y acosar a sus preciosas e inocentes colegas—. Limpia este desastre.

Ni siquiera tuvo la decencia o la empatía por preguntarle si se había quemado, simplemente siguió su camino mientras Mary Jones aguantaba las lágrimas y el ardor en su pecho e iba a la pequeña y escondida cocina de la oficina estatal. Una vez adentro tiró la taza a la basura, tomó un trapo y lo mojó en agua fría para desabrocharse su blusa blanca y empapar su piel de frío alivio. Por suerte, su falda estaba intacta.

Mary tenía ganas de llorar, la fuerza de la impotencia la estaba golpeando fuerte. No quería darle el gusto de que se metiera con ella, pero era sumamente difícil. Sus ojos estaban aguados y cuando una lágrima cayó, se la limpió bruscamente. Conocía peores destinos que una taza de café rota y una quemadura leve por el líquido caliente y todas las había aprendido a manos de su padre, en su propio hogar donde, en vez de sentirse segura, siempre tenía ganas de escapar.

No podía hacer nada por la camisa en ese momento, tendría que seguir con la ropa manchada. Miró sobre su hombro, hacia la puerta entreabierta, y fijó su vista hacia el único escritorio que podía ver. Una de sus compañeras, una mujer elegante, recientemente casada y de cabello negro azabache se encontraba totalmente sumida en su trabajo con su máquina de escribir. Inhaló una bocanada de aire para llenar sus pulmones, su garganta ardía.

Siempre era lo mismo, Bob la tenía de punto. Y no era a la única que molestaba, pero por suerte su idea de hacerla cabrear y ponerla al límite solo era estropear su ropa, insultarla públicamente con palabras sutilmente cuidadas y hacerle pasar malos ratos. No como a la dulce Elizabeth, una pelirroja inocente y tímida que le gustaban los zapatos de tacón alto y peinados tupé, a la cual le metía mano sin consentimiento alguno cuando nuestro jefe no estaba cerca.

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