Capítulo 10: ¿De quién eres? ¡Tuya!

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Adrianne

Está aquí, frente a mi puerta, mirándome con cara de deseo, mientras yo casi muero de un infarto. Lo observo y recuerdo lo que sucedió hace un rato en la discoteca, y en como lo vi marcharse, como si llevara encima al mismísimo demonio.

¿A qué vino?

¿Vendría por ese motivo?

Mil ideas pasan por mi mente e inmediatamente trato de cerrar la puerta, pero me lo impide. Interpone uno de sus pies entre ella y el marco. La empuja con una de sus manos. En cuestión de nada da un paso dentro y cierra. Lo hace sin darme la espalda.

—¿Qué haces aquí? ¿Qué buscas en mi habitación? —interrogo al tiempo que doy un paso atrás, y lo observo.

Su cuerpo, su rostro perfecto y esa barba de tres días, hacen que pasen mil ideas locas por mi cabeza. Es difícil, pero trato de controlarme.

Mientras lo observo, sujeto con una mano la toalla que cubre mi cuerpo, con miedo de que vaya a caer y me muestre ante él como Dios me trajo al mundo.

«¡Vamos, que ganas no te faltan!».

Me censura la metiche de mi conciencia.

—Estoy aquí por ti. ¡Vine para dejarte claro que eres mía y de nadie más! —exclama con determinación, viniendo sobre mí.

Doy pasos de espalda, pero él no se detiene. Sigue avanzando y tropiezo con la cama, cayendo sobre ella. «¡Virgen Santísima! Todo parece confabular en contra mía y a favor de este demonio».

Es lo que pienso cuando se viene sobre mí, pegando su cuerpo al mío. Pasa uno de sus pulgares por mis labios, dibujándolo, con la mirada clavada en la mía.

Trago grueso cuando puedo sentir el bulto que tiene entre las piernas, provocando el calor al que tanto le temo. El mismo que comienza a invadir mi cuerpo y, se intensifica, cuando lleva sus labios a mi oído.

—¡Eres mía, Adrianne! Lo eres desde el primer momento en que te vi. Desde ese instante... me perteneces.

Susurra allí, como si estuviera dibujando las palabras con un pincel, y siento que ya no puedo más. Cierro los ojos, tratando de resistir tanta tentación. Mi corazón brinca con tanta fuerza que podría lanzarlo al otro lado de la habitación.

«¡Por Dios, mujer, qué exageración!».

Bueno, casi. Si exagero es por los nervios.

—Por más que te resistas y lo niegues, todo en ti me pertenece. Eso no se discute, linda —gruñe y siento que muero.

Acaricia las palabras como si las dibujara con un pincel. Su boca se escurre, traviesa, hasta el lóbulo de mi oreja, acariciándolo con su lengua. Provocando un punto en mí en el que ya no puedo resistir.

Mi cuerpo se contrae y trago grueso. Cierro los ojos con más fuerza. Casi rezo para mis adentros, pero mi cuerpo se rehúsa a reaccionar. Por lo menos no de la forma que espero.

Esta vez estoy cediendo al deseo. Las ganas se apoderan de todo mi ser, hasta lograr hacer que sucumba mi cuerpo. No olvides Definitivamente esto es demasiado para mí. Jamás me pasó nada igual.

—Abre los ojos y mírame —habla en susurro.

Está jugando todas sus cartas y cree que no me doy cuenta, pero sí, lo hago, aunque me deje llevar. No ofrezco resistencia y mi mirada choca con la suya, arrasando con todo dentro de mí.

—Dime que no lo deseas tanto como yo. Que no sientes la misma atracción y que no eres mía. Una de las tres y te dejo libre.

Intento abrir la boca para decirle que tengo pareja, que no estoy sola, pero no me deja hablar.

Aquellos labios rojos [Libro 1 de la serie posesivos]. Where stories live. Discover now