Capítulo 0

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Los primeros rayos de sol atravesaron mi ventana con suavidad, iluminando y aportando calidez al cuarto de aquel caserón. Yo sin embargo estaba hecho un ovillo en una esquina, con la barbilla cubierta por mi camiseta del pijama, mi bate de béisbol en una mano, ese extraño diario en la otra y los ojos abiertos como platos, acechando. No había pegado ojo en toda la noche.

Apenas puse un pie en este pueblo, un sentimiento de pereza y enfado me sacudió, traído por el fuerte viento que no cejaba en su empeño de arreciar cada vez que ponía un pie en la calle. Pereza por estar allí y enfado por saber que no iba a disponer de todas las comodidades y distracciones de las que disfrutaba en mi casa y que aquella localidad no me iba a proveer ni las actividades ni el clima para aprovechar al máximo mi estancia.
Torcí mi cabeza a ambos lados: a mi derecha, la carretera por la que habíamos venido; a mi izquierda, esa misma calzada continuaba adentrándose en un bosque profundo y frondoso. Los árboles eran tan altos y tan verdes que me sorprendió la exótica imagen que formaban a ambos lados del pavimento. Pareciera mentira que no hubiera salido de España. Me encontraba para ser más exactos en las proximidades de la frontera con Portugal, pero hasta ahí puedo leer, el nombre o la ubicación exacta de este sitio no me interesan lo más mínimo, ni siquiera para criticarlo después frente a mis amigos.
   Mientras mis padres descargaban las maletas y mi hermana pequeña se quejaba por cualquier cosa sin importancia, una nueva ráfaga de viento, esta vez más violenta que la anterior, me hizo fijar mi atención en la dirección de su procedencia: el bosque. Mis padres no estuvieron de acuerdo en que fuera yo solo a caminar por allí a pesar de que lo hubiera pedido de forma reiterada durante toda la mañana y parte de la tarde, de modo que cuando me avisaron de que saldrían a pasear por la linde de la montaña que se alzaba a pocos kilómetros al sur, rechacé la invitación alegando un dolor de estómago al que no tardaron en hacer responsable a las golosinas que supuestamente había comido en cantidades exageradas durante los últimos días. Una vez sus figuras se convirtieron en pequeños puntos dibujados en el horizonte, ascendí las escaleras con sigilo hasta el cuarto de mi hermana, que estaba sumida en un profundo sueño. Canté victoria para mis adentros, cogí lo necesario para salir y conduje mis pasos hacia el lugar que se me había prohibido.

No, no encontré ninguna criatura extraña, ni un loco, un asesino, un león o cualquier otro tipo de peligro. Solo árboles, tierra y algún que otro riachuelo. Pasados cincuenta minutos de dar vueltas sin un propósito concreto y con el inminente anuncio del crepúsculo, decidí que era hora de regresar al olor a chimenea y la mesa rebosante de los famosos platos de mi padre. Fue entonces cuando lo vi: un cuaderno tirado en el suelo y parcialmente envuelto en la hojarasca que se había acumulado sobre él y que aparté con la mayor delicadeza que supe. La cubierta era de una fina tela azul turquesa muy suave, ahora manchada de tierra, y las hojas estaban dobladas y amarillentas. Con una ojeada superficial pude discernir que estaba escrito casi por completo y en una letra que parecía de chica. Confirmé mis sospechas al ver el nombre que adornaba en una tipografía muy cuidada la primera página:

Claudia González

   El tono anaranjado que había adquirido el cielo me apremió a volver cuanto antes. Una vez estuve en la calle que subía hacia el lugar donde nos hospedábamos, divisé a mis padres bajando por el lado opuesto. Atravesé el adoquinado que me separaba de la otra hilera de viviendas hasta llegar al jardín trasero con el que contaba la casa. Cuatro sillas y una mesa junto con un pequeño columpio y unas estatuillas de animales en tonalidades marfil componían el mobiliario, pero lo que me interesaba era la enredadera que asfixiaba el canalón del que me serví para llegar hasta la ventana de mi habitación en el segundo piso.
Esa noche, comencé a ahondar en aquel cuaderno, que resultó ser una especie de diario escrito por una chica que vivió en esta casa hace años.
   Pasé la mayor parte sumergido en sus páginas, entretenido con sus historias y reflexiones en un primer momento; casi parecía que yo hubiera estado allí o que tuviera la habilidad de entrar en su mente por la forma que tenía de narrar lo que ocurría, tan cercana, tan real que no podías evitar ponerte en su piel y vivir con ella todas esas experiencias. Sin embargo, conforme las palabras corrían y con esto último jugando en mi contra, el oscuro matiz que tomaron sus relatos trajo consigo una punzante sensación aterradora que calaba con profundidad en mis huesos. Una cantidad considerable de páginas estaban consagradas al tétrico suceso que acaeció sobre la familia González hace exactamente diecisiete años. Hoy, hace diecisiete años. Era el trece de agosto de dos mil cuatro.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Where stories live. Discover now