Capítulo 2

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Recuerdo mi infancia y mis veranos en esta casa, cuando el olor a bizcocho me despertaba segundos antes de que la voz de mi madre anunciara el desayuno. Desde ese entonces, jamás me había precipitado con tanta rapidez al piso de abajo. Mis ligeros saltos de júbilo y la emoción que sentía en mi pecho al percibir el olor estival del ambiente dieron paso a los acelerados latidos consecuencia del terror y a la sequedad y sabor a sangre de mi garganta, que parecía contrarrestar la humedad que llenaba mis ojos.
   La poca cautela con la que bajé los angostos peldaños casi me propina un doloroso golpe, pero conseguí llegar a mi destino, la protección que solo brindaba el estar bajo una manta junto al regazo de mi madre en el sofá, quien era además la encargada de acariciarme la cabeza y susurrarme palabras tranquilizadoras en estos casos. Ella era consciente de lo mucho que me asustaba esta casa cada vez que la luz daba paso a las tinieblas. Para mi sorpresa, escuché las voces de mi padre y mi hermana a escasos metros; era la primera vez en mucho tiempo que coincidíamos en esta habitación.
   Mi padre se ausentó en busca de una linterna, pude atisbar desde debajo de aquella manta de ganchillo que nos había regalado mi tía la sombra de Alicia y su teléfono móvil, al que se aferraba como si el mundo que existiera ajeno a él fuera una mentira y no al revés. Sentía cómo los dedos de mi madre rozaban la parte superior de mi cabeza hasta hacerme entrar en un estado de somnolencia, pero la voz de mi padre me arrancó toda la calma que había reunido con tan solo dos palabras:
   —Un apagón.
   Después, la declaración que ponía en alza mi pesadilla hecha realidad.
   —Creo que ha sido en todo el pueblo. No sé cuándo volverá la luz, pero dudo que sea pronto.
   Comencé a temblar. La vuelta de la luz era ahora algo incierto y se había impuesto un reinado oscuro amparado por la medianoche. El imperio de las sombras se extendería, como mínimo, hasta el amanecer. Y para eso faltaban horas. Horas.
   Retiré la manta poco a poco, dejando al descubierto a una Claudia aterrada y desprotegida ante los peligros que podían esconderse en los rincones de nuestra vivienda. Alcé la vista y la gélida mirada de mi hermana me atravesó sin hacer otra cosa que incrementar mi sensación de exposición. En ocasiones, se me hacía tan parecida a mí que creía que sus comentarios maliciosos eran en verdad una manifestación de mi propio subconsciente. Fue en las últimas navidades cuando esa situación se descontroló hasta un punto en el que mi padre decidió reprendernos a ambas cortándonos el pelo de la misma manera para así, según él, enseñarnos que ninguna era mejor ni diferente a la otra. El resultado: dos chicas de matas negruzcas ligeramente onduladas que reposaban sobre sus hombros y flequillos cubriendo sus frentes que seguían sin soportarse.
   —Claudia, cariño, a la cama. Tú también Alicia, y deja el móvil en la cocina para asegurarme de que no lo tocas más.
   Mi madre dirigió su típico gesto de advertencia hacia Alicia mientras me ayudaba a incorporarme, sosteniéndome el mentón y continuando con sus caricias sobre mi mejilla.
   —A la cama -repitió con una sonrisa.
   —Qué frías tienes las manos —respondí.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Where stories live. Discover now