Capítulo 3

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Esa noche, los recuerdos avasallaron de nuevo mi mente. Soñé con aquellas tardes doradas en las que mi mayor preocupación era no caerme y mancharme de barro y volcaba toda mi concentración en aunar fuerzas para alcanzar a mi hermana y pasarle el turno en el "tú la llevas". Recuerdo un día en específico que, sin razón aparente, se ha quedado grabado en mi memoria.

   Yo estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en el borde de mi cama, mirando con fijeza e inexpresividad a la pared color crema y pensando en algo que probablemente no tuviera la más mínima relevancia pero que ocupaba mis pensamientos y se arraigaba hasta hipnotizarme. De pronto, mi hermana se asomó por el marco de la puerta posando sus ojos castaños sobre mí hasta que su insistencia, como si fuera una especie de contrahechizo, me liberó del trance en el que me encontraba. Se acercó despacio hacia mí, haciéndome sentir como un cervatillo a punto de ser cazado, pero en lugar de encontrarme con unas enormes fauces con ansias de sangre, me propinó un ligero toque en el brazo izquierdo y acto seguido se alejó danzando. Una vez hubo recorrido la mitad del pasillo, gritó:
   —¡Tú la llevas!
   Tardé varios segundos en reaccionar hasta que pude incorporarme y echar a correr detrás de ella. Recorríamos toda la casa arriba y abajo hasta que el cansancio nos obligaba a retirarnos o nuestros padres ponían fin a la partida porque necesitaban un ambiente tranquilo. Esto último fue bastante frecuente en los meses estivales de mil novecientos noventa y ocho, cuando el estado físico de mi madre avanzó hasta un punto en el que cualquiera que se encontrara en un radio de varios metros a la redonda podía percibir perfectamente su embarazo. Una vez, durante mi turno, mi hermana detuvo su carrera y se limitó a observar la imagen de aquello que se iba a convertir en Jesús González reposando en el interior de su vientre. La estampa creó en mí un efecto que distaba mucho de aquella calidez y adoración, pues aumenté la velocidad hasta que dejé de controlarla y me abalancé sobre Alicia haciendo que cayera de bruces al suelo conmigo encima. Supongo que la causa del llanto que siguió fue más por haberle arruinado la escena que por el tan brusco contacto con el parqué.
   Al levantarse, mantuvo la mirada fija en el lugar del impacto y los puños aferrados en la falda su vestido rojo.
   —Ya no quiero jugar a esto -dijo.

Desperté con un sentimiento agridulce bajando por mi garganta hasta el pecho. Aquella brisa, el ambiente, las risas y los juegos que tan feliz me hacían y que Jesús no pudo disfrutar.
   No, no murió.
   Porque ni siquiera llegó a nacer.
   Pasé el dorso de mi mano derecha sobre mi mejilla izquierda para limpiarme las lágrimas. Como si aquella historia hubiera supuesto un permiso para que cualquier líquido pudiera salir de mi cuerpo en ese instante, salí de la cama en dirección al baño. Una mirada furtiva por la ventana me arrancó una sonrisa al ver que la pequeña farola que teníamos en el jardín lo iluminaba proporcionándole una aureola anaranjada. Posé mis dedos sobre el interruptor de mi cuarto, pero al accionarlo no ocurrió nada.
  A pesar del miedo, fui capaz de ir al aseo antes de bajar, pues aun siendo verano y teniendo toda certeza de que se secaría rápido, era preferible no hacérmelo encima. Y vaya si habría ocurrido de esa manera. Al inspeccionar la caja de fusibles bajo el halo de mi linterna, vi que no había nada que deducir.
   Estaba destrozada.
   Alguien la había destrozado.
   Subí de nuevo a mi cuarto y me metí en la cama, apagué la linterna y me tapé con la sábana hasta el cuello aunque estuviera sudando a mares. Recité entre susurros los primeros versos de una oración a María, pero un reiterado y tedioso pensamiento alejó mi espíritu del abrigo protector de lo divino y acercó mi cuerpo al temblor y al borde del pánico: ¿cómo era posible que la farola del jardín estuviera encendida? Cerré de nuevo los ojos y traté de convencerme a mí misma de que estaba a salvo de cualquier forma: habría visto mal, me lo habría imaginado, existiría algo dentro de los límites de la razón para explicarlo. O quizá no. De la pared situada a mi derecha, aquella que me había sumido en tan hondas reflexiones, colgaba ahora un espejo. Un espejo en el que yo, tumbada en la cama, no debería reflejarme sentada como lo hacía en ese entonces. Pero allí estaba.
   Me incorporé y bajé al suelo hasta quedar en la misma posición. Así pasé los siguientes minutos, fijando mi más penetrante mirada sobre aquellos ojos que parecían míos y que me devolvieron el gesto de inmediato, tal y como uno espera que ocurra. Luego, levanté con suavidad mi brazo derecho, pero no ocurrió nada en el otro lado. <<Es imposible que esto sea real, debo de estar soñando>>, me dije. Dispuse mis manos delante de mis rodillas y gateé hasta quedar a escasos centímetros de mi yo del espejo, que continuaba con las piernas cruzadas y una expresión facial ahora indescifrable. Cuando esta vez sí alzó el brazo que le habría correspondido hace unos instantes, advertí el lunar que descansaba junto a la comisura de sus labios en el lado izquierdo de su rostro. Era Alicia.
Su brazo atravesó la superficie seguido de su cabeza, tronco y piernas a la par que yo me alejaba arrastrándome hasta chocar contra la madera de mi cama. Una vez hubo quedado de rodillas frente a mí, esta vez sin nada que se interpusiera entre nosotras, volvió a estirar el brazo y rozó su dedo índice con la punta de mi nariz.
   —Tú la llevas —dijo.
   Y salió de la habitación.
   Corriendo.
   A cuatro patas.
   <<Alicia a través del espejo>>, pensé. Como de costumbre, mi cerebro era de lo más ocurrente en los momentos menos apropiados. Pero al apreciarla de cerca me di cuenta de que esa no era mi hermana. Físicamente parecía idéntica, y sabía lo de nuestro juego, pero era mucho más delgada, tanto que sus huesos marcados se adivinaban a través de los pliegues del fino camisón que vestía, también como el mío, aunque raído y con menos lustre. Su rostro era también enjuto y sus ojos habían perdido toda la vitalidad que los caracterizaba.
Me puse en pie. Las piernas me temblaban. Asomé la cabeza por la puerta. El pasillo estaba despejado y la única fuente de luz consistía en un farol que contenía una vela a punto de consumirse por completo y que con total seguridad no formaba parte del mobiliario de la casa. Al mirar hacia las escaleras y como si hubiera sido una especie de llamada, una oscura cabellera y unos profundos ojos más negros aún aparecieron, hicieron que todo se detuviera, y luego volvieron por donde habían venido, proporcionando a mis oídos el horrible sonido de alguien que baja los peldaños como si estuviera poseído por el mismísimo demonio. No descartaba la posibilidad de que realmente fuera mi hermana habiendo atraído la atención del Señor equivocado para que depositara algo suyo dentro de ella.
Cuando la que tuvo que bajar fui yo, lo hice con la mayor cautela que pude reunir, pegada a la pared y tomándome mi tiempo. Una vez mi pie derecho estuvo en el escalón más bajo, eché un vistazo al comedor aún desde el otro lado de la pared.
Justo al lado de la entrada, Alicia permanecía de pie, inmóvil, con la mirada al frente.
   Erguí mi brazo y me incliné hasta tocarla.
   —Tú la llevas —respondí.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Where stories live. Discover now