Capítulo 9. El crimen de Laylah

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La habían descubierto. Tenía que arreglar aquella situación antes de que llegara a oídos de Madre y antes de que llegara el agente. Su marido estaba frente a ella, cuchillo en mano, con las rodillas flexionadas y los ojos llenos de rabia, dispuesto a atacar en cualquier momento. Ella tampoco se mostró dubitativa esta vez. Quería que todo terminara ahí mismo. Y que lo hiciera para siempre.
   Recordó cómo había sido una niña indefensa ante la brutalidad de aquel hombre, cómo rozó los labios de la muerte alentada por las profundas heridas que cargaba su cuerpo, fruto de las reiteradas palizas que Pedro le propinaba, cómo se cruzó un día con un cuervo que la guio hasta la entrada de una cueva y cómo conoció a su salvadora, a su Madre.
   Ella le ofreció un salvoconducto en la brujería.
   <<Es una práctica tan perseguida como efectiva. Nos tienen miedo, y eso nos perjudica. Porque hoy en día el miedo se resuelve con el fuego. Sin embargo, veo que el ardor de las llamas en tu cuerpo no es algo que desconozcas.>>
   Laylah entró en cólera.
   <<No soportaré más. Antes la muerte que un nuevo amanecer bajo el yugo de sus manos.>>
   —Acabas de cometer un grave error, querido.
   Con un mero ademán de su mano, prendió la estancia en llamas.
   —Ahora, arde.
   Todo aquello había requerido de una preparación previa. Las brujas necesitan un elemento sobre el que trabajar. Tras aquella experiencia cercana al Más Allá había tomado la decisión de conjurar un escudo, por si la situación llegaba a conducirla hasta el más insoportable de los límites. Y allí estaba, agradeciéndose.
Por primera vez, pudo ver el miedo en los ojos de Pedro. Y Pedro pudo ver el ansia de tortura en los suyos.
   Las llamas oscilaban de un lado a otro siguiendo el movimiento de sus manos. En un gesto rápido elevó ambas palmas al cielo y el fuego se intensificó, recorriendo toda la casa desde sus cimientos, arrasando con todo lo que encontraba a su paso hasta reducirlo a cenizas.
   —¡Laylah!
   Incluyendo a su marido.
   Ella, por su parte, sentía como aquel calor le proporcionaba sosiego, calma, tranquilidad, paz, libertad. Lo que mataba a su asesino le hacía vivir a ella. Fijó la vista al frente y comenzó a caminar hacia el exterior de la casa mientras los gritos se ahogaban entre el fulgor rojizo.
   Una vez estuvo entre los hierbajos del jardín delantero, contempló el incendio, aunando toda la fuerza de su mirada en él, haciéndolo más violento.
   —Maldigo esta casa —dijo—. Y a todo ser cruel que la habite. No habrá más víctimas entre sus paredes. Me fundiré con esta tierra y permaneceré al acecho entre las sombras por toda la eternidad. Salvaré a todas las almas inocentes atormentadas por la violencia del hombre.
   El comisario nunca llegó. Y no volvió a saberse de Laylah... hasta hoy.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Where stories live. Discover now