Capítulo 7

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Tras dárseme permiso para retirarme de la mesa, entré de nuevo al salón y me topé con mi hermana, sentada de rodillas frente al sofá que siempre ocupaba mi madre, ahora vacío. Su cuerpo no se movía un centímetro y aunque me estuviera dando la espalda, podía adivinar cual era el semblante de su rostro: frío, áspero, inexpresivo, oscuro. El abrigo de la noche continuaba aferrándose al ambiente, ya lúgubre de por sí. Un reloj que no supe reconocer marcaba las diez. No tenía adónde ir, por lo que mi mente, ya acostumbrada a pensar en el lugar más adecuado para librarse de una hermana poseída o, si se diera el caso, de un progenitor experto en lanzar hachas, vio el escondite (otra vez) como la mejor opción.
   Diseccioné la habitación para corroborar que aquella seguía siendo mi casa, por mucho color que hubiera perdido, y la rendija que descansaba anclada a la parte baja de las escaleras hizo que se posara en mi corazón una semilla de alivio, pero no disipó del todo mi intranquilidad. Según mis recuerdos, mi cuerpo de doce años cabía a la perfección, incluso dejaba un pequeño espacio sobrante por si necesitaba realizar alguna que otra maniobra, pero no albergaba tanta confianza para mi cuerpo de diecisiete. En los últimos cinco años había crecido, no una enormidad, pero sí lo que la mayoría suele hacerlo. Lo mismo con el peso, que era lo que más me preocupaba, antes para ser aceptada por la gente, ahora para salvarme de un ataque de mi hermana o mis padres. Las cosas cambian, supongo. Cerré los ojos y comencé a rezar al tiempo que me introducía en el conducto; antes de darme cuenta, mi cuerpo había quedado encajado al milímetro. Estiré mis brazos, agarré la rendija y la coloqué como bien pude en su lugar, siendo necesario un soporte que la pudiera adherir a la pared en sustitución de los tornillos que había destrozado al forzar la entrada, por lo que sostuve la pequeña estructura de metal entre mis dedos y cubrí de nuevo la abertura.
   A todo esto, no se me había pasado por la cabeza el menor atisbo de preocupación por si mi hermana haría algo al respecto, pues era evidente que le había revelado mi posición de la forma más brusca posible, pero, como esperaba, permaneció impasible.
   A todo esto, no se me había pasado por la cabeza la aún más aterradora idea de que me hubiera excedido en el ruido y fuera mi propia madre quien conociera mi paradero exacto y decidiera reducirme, lo cual no le resultaría complicado dada mi nula capacidad de acción.
   Para mi fortuna, no se dio este último caso. Mi madre llegó a la sala de estar sin emitir sus características y sonoras pisadas, ocupó su asiento, depositó una caja en la mesita que sesteaba a su lado y comenzó a analizar las carencias en la camiseta de Alicia, que no olvidemos era en realidad mi camiseta.
   —Te faltan dos flores, ¿no?
   —Sí.
   —¿De qué color las quieres?
   —Negras.
   —Mejor blancas.
   —Mamá, si las haces blancas no se van a notar. La camiseta es blanca.
   —Se notarán.
   Acto seguido, enhebró en la aguja un hilo tan blanco que bien podría decirse que emitía luz propia, suavizando el matiz negruzco que dominaba la estancia.

No sabría decir qué fue lo que más me sorprendió entre las dos cosas que ocurrieron durante la hora que estuve cautiva entre las estrechas paredes de mi prisión de metal.
Para empezar, se hizo de día. Pasada una hora de las diez de la noche, el reloj no marcaba lo que le correspondía, sino que afirmaba que eran las nueve de la noche. Los colores anaranjados propios del atardecer veraniego comenzaron a teñir la escena junto con la sangre que se estaba derramando.
   Con el primer inciso de la aguja en la tela, mi madre consideró que esta encontraría un buen complemento sumando la textura de la piel de Alicia, así que la atravesó también como si de otro tejido insensible se tratara.
   —¿Te duele?
   Las puntas de sus dedos estaban pintadas de rojo, la aguja cortaba la piel sin piedad y el hilo había perdido su pureza.
   —No lo sé —respondió Alicia.
   —Va a quedar muy bonita. Ya verás.
Remató la flor del brazo con tan fuerte tirón que incluso aquejó al monstruo en el que se había convertido mi hermana.
   —Ahora gírate un poco, voy a bordarte la del pecho.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Where stories live. Discover now