Capítulo 8. Una charla y un vendaval. [2]

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Cuando recuperé mis ojos y pude abrirlos, la bañera estaba casi vacía y el agua que restaba se había enfriado. Me dispuse a apoyar las manos en los bordes para levantarme, pero sentía un fuerte escozor cada vez que me movía lo más mínimo. Bajé la vista y encontré mi cuerpo lleno de cortes, cortes superficiales y hechos con aparente cuidado, como si se hubiera tratado de dar forma a los detalles de una figura de arcilla. Volví a tumbarme. Ya no quedaba agua. Cerré los ojos y respiré hondo, a la par que las lágrimas comenzaban a asomar. Pasados unos segundos, asumí que la situación me había sobrepasado, necesitaba ayuda.
   —¡Mamá! ¡Mamá!
   Ella va a morir.
   Reconocí esa voz. Era la de aquella bruja que presidía la reunión, a la que todas llamaban Madre.
   Levántate y anda.
   Posé las palmas de mis manos sobre el suelo de la tina. Una de ellas acertó a caer sobre el sumidero, que la absorbió con fuerza.
   <<Pero si no hay agua, ¿por qué absorbe?>>
   La retiré con un brusco tirón que dejó una nueva herida abierta, mucho más profunda. Logré incorporarme al tercer intento y alargué el brazo derecho para coger el albornoz, pero la quemazón me hizo recapacitar, era mejor no colocarse aquella tela áspera sobre mi piel arañada.
   El sonido del viento me hizo desviar mi mirada y mi atención sobre los ventanales de mi cuarto. Era consciente de que estaba desnuda, pero me acerqué igualmente; la casa estaba aislada en el campo y en todo caso cualquiera que pudiera verme sentiría más asco, rechazo y miedo que excitación.
   El cielo era de un gris oscuro, encapotado por completo, y las copas de los árboles se mecían al compás que orquestaba aquella bruja.
   Hijas mías, hoy voy a instruiros en el arte de dominar los vientos.
   Solo había dos elementos del paisaje que permanecían inmóviles: los cuervos, agazapados en las ramas como si la ventisca fuera ajena a ellos, y el lirio, aquel único lirio que no mostraba el menor atisbo de movimiento entre la verde marea embravecida que lo rodeaba.
   De pronto, una figura se mostró avanzando desde el porche en dirección a la flor. Estaba cubierta con un manto negro que ondeaba con fiereza y que no pudo ocultar su dorada cabellera. Era mi madre.
   Ella va a morir.
   Traté de abrir la ventana, pero seguía aislada entre aquellas paredes.
   —¡Mamá! —grité.
   Golpeé el cristal en repetidas ocasiones, una detrás de otra, con todas mis fuerzas. Lo dejé teñido de rojo, la herida de mi mano se había abierto todavía más y la sangre fluía sin cesar, pero pareciera seguir también unas pautas rítmicas.
   —¡Mamá, cuidado! ¡¿Qué estás haciendo?!
   Estaba llorando de nuevo, pero esta vez era tan fuerte que se me emborronaba la vista.
   Mientras, mi madre continuaba su camino. El vendaval le hacía tropezar de vez en cuando, pero su paso se mantenía firme. A juzgar por la intensidad del viento, era imposible que pudiera mantenerse en pie.
   <<Laylah>>, pensé.
   Abrí las puertas del armario. Su nota seguía en la pared trasera, pero había una nueva frase.
   Hasta entonces, te estaré esperando, protegiendo y observando.
   En ese mismo instante, fuera, mi madre había arrancado el lirio; y yo, dentro, me había desplomado en el suelo, inconsciente por la pérdida de sangre.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Where stories live. Discover now