Capítulo I

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Minutos, horas, días... no sabía con exactitud cuanto tiempo había pasado desde que aquella puerta se cerró por última vez.

Sus costillas aún ardían debido a la fuerte patada que le propinó aquel hombre sin reparo ninguno, y su estómago aún permanecía revuelto haciéndole tener arcadas cada pocos minutos.

Su cuerpo abrazado a sí mismo tumbado sobre la gelidez del suelo, sin nada al alcance para poder proporcionarse un ápice de calor.

Todo era oscuridad, frío, y humedad.

Trató de dormirse incontables veces con la única esperanza de despertar en cualquier lugar del mundo lejos de aquel, pero ni siquiera fue capaz de cerrar los ojos. Cada vez que sus párpados se cerraban y sus pestañas descansaban sobre sus mejillas, imágenes de hombres con el rostro borroso aparecían en su mente consiguiendo aterrarlo aún más de lo que ya lo estaba.

Así pues, comenzó a tantear el suelo con la palma de su mano. A ciegas y sin fuerzas, buscó lo que para él, fue la única fuente de calor que tenía al alcance en aquel momento; el pequeño saco de tela negra con el que lo obligaban a taparse la cabeza cada vez que entraba alguien a la habitación donde se encontraba él.

Tragó saliva en cuanto las yemas de sus dedos rozaron aquella suave y delicada tela, y con sumo cuidado, como si de oro puro se tratara, la dobló cuanto pudo para colocársela bajo la cabeza.

Iluso de él, quien creyó que aquello lograría darle cierta comodidad.

Finalmente, y muy a su pesar, se resignó a permanecer ahí tumbado como había hecho desde que lo encerraron en esa habitación, sin nada para nutrirse, hidratarse, o poder dormir sin coger una hipotermia en el proceso.

—Joder. —susurró frustrado ante el fuerte olor a orina que invadía la habitación cada vez más.

No le habían dado ropa para cambiarse, ni siquiera una mísera toalla para poder secarse. Y ahora que la orina se había secado en sus pantalones, el olor que emitía era infernal.

Quiso continuar quejándose, pero tres golpes en la puerta resonaron en sus oídos activando inconscientemente todos sus mecanismos de defensa. Con las manos temblando y su respiración agitándose por momentos, se colocó el saco de tela negra sobre la cabeza, imposibilitándose a sí mismo el poder ver algo más allá que oscuridad.

La puerta se abrió despacio, emitiendo ese sonido chirriante que tanto odiaba el ojiazul. Detrás de ella, un hombre con una bandeja de comida.

—Aquí tienes tu comida de hoy, niño. Yo que tú me daría prisa antes de que se te adelanten las ratas.

Ni siquiera esperó una respuesta del ojiazul, pues su experiencia le avisó de que no valía la pena hacerlo. Nunca contestaban.

El castaño se quitó de nuevo el pequeño saco de la cabeza cuando escuchó los tres golpes sobre la puerta, y tragó saliva sin saber qué hacer. Después de todo, morir por sí mismo en vez de golpeado o por un disparo de alguno de los dementes que había allí, tampoco parecía tan mala idea.

Y realmente meditó esa opción. Sin embargo, dubitativo sobre si sería una buena idea morirse de hambre en aquel lugar, no pudo esconderse de lo que su estómago suplicaba demandante desde hacía unas horas. Comida.

Gateó a tientas hacia dónde recordaba que se situaba la puerta, deseando que la bandeja estuviera ante ella. Sonrió cuando su mano izquierda tocó algo metálico, pero su sonrisa se desvaneció al instante en que se percató de que había metido la mano en una especie de líquido caliente.

—Mierda. —se quejó.

No tuvo más remedio que chuparse la mano sin estar en condiciones de desperdiciar comida, y se bebió todo el líquido que aún quedaba en el bol. No sabría decir qué era o de qué estaba hecho, y tampoco podía decir que estaba bueno. Pero su estómago lo agradeció.

Rehén Donde viven las historias. Descúbrelo ahora