Capítulo XV

11.3K 980 1.3K
                                    

Sus orbes verdes esmeralda viajaron con soslayo hacia el cigarro que, despacio y en silencio, se consumía entre sus dedos a cada segundo que pasaba, reduciéndose a míseras cenizas que se perdían al caer.

Sus brazos cruzados apoyados sobre la barandilla de aquel alto balcón, mientras que sus piernas, ligeramente abiertas junto a su espalda levemente flexionada hacia adelante, descansaban en aquella cómoda posición mientras disfrutaba del silencio y la oscuridad que le otorgaba el balcón más alto de toda la mansión.

Necesitaba distraerse. Perderse un poco, para encontrarse a sí mismo.

Porque sí, se estaba perdiendo. Se perdía un poquito a sí mismo, cada vez que mataba a alguien. Cada vez que hacía daño a quien no debía hacérselo, y cada vez que su cabeza lo traicionaba haciéndole jugar una muy mala pasada.

Hacía tiempo que no se atrevía a mirarse en un espejo, por miedo a no reconocerse en él.

Jamás había sido una buena persona. De hecho, él mismo reconocía con orgullo que siempre había sido el peor monstruo que alguien podría haber llegado a conocer. Pero a aquellas alturas, donde su cabeza se descontrolaba y dejaba de sentir todo aquello que no fuera ira y odio, se desconocía a sí mismo.

Se volvía peligroso, más que cualquier ser vivo, terrestre o marítimo. Y se volvía así porque no sabía amar. No sabía compadecer, ni sentir remordimientos hacia su víctima. Tan solo sabía matar, despedazar y desgarrar al contrincante antes de que fuera él quien lo hiciera consigo. Le habían enseñado a eso, y ahora, era demasiado tarde para intentar hacer florecer en él algo que no estuviera podrido, corrompido por las desgracias que acechaban su vida a penas desde que nació.

O eso era lo que creía él.

Si había algo que conseguía desconcertarlo hasta hacer de él una mente caótica y revoltosa, era el castaño.

Harry no era iluso, y sabía muy bien que lo que sentía por Louis, su pequeño ángel de alas rotas, iba más allá de todo sentimiento conocido hasta el momento. Era algo fuerte, muy fuerte, tanto que ni él mismo tenía la capacidad de controlar como siempre había hecho con todo.

Y eso le hacía tener miedo. Sí, por primera vez en su vida, Harry Styles tenía miedo.

Miedo a su pequeño ángel, al rehén del que se adueñó aquella noche de invierno dónde lo proclamó como suyo a la luz de la luna, haciendo de él una pobre alma corrompida y encadenada a permanecer a su vera hasta la eternidad.

Muy a su pesar, ya había aceptado que tenía miedo de todo lo que ese pequeño angelito travieso podría acabar provocando si continuaba en su vida, adueñándose del corazón roto y podrido que latía sin fuerza en el interior de su pecho. Solo que, si algo tenía claro, era que no se lo dejaría todo tan fácil.

Y no solo por las consecuencias que eso traería tanto para su vida, como para su negocio. Si no por él, por el peligro que corría la vida de su pequeño rehén si aquello llegaba a darse lugar algún día.

Sabía que jamás podría darle todo lo que él merecía. Jamás podría dedicarle un apodo bonito sin un contexto agresivo o sensual, ni jamás podría tratarlo con el cariño y el amor con el que merecía ser tratado.

Jamás podría tener un detalle bonito por él, ni tocar su piel como si de un tesoro encontrado se tratara. No podría amarlo nunca.

No, porque él no sabía hacer eso. Sus dedos estaban diseñados milimétricamente para despedazar, desgarrar y matar. Sus manos tan solo dañaban todo lo que tocaban, y no podría, ni aunque quisiera, tocar algo sin que saliera ileso después.

Él era un monstruo, una bestia contenida en el cuerpo de un hombre tatuado de orbes verdes. Y Louis un pequeño ángel de alas rotas, que cayó en el más profundo abismo sin a penas darse cuenta, condenado a vivir de por vida con el que, sin él saberlo, acabaría siendo su único verdugo.

Rehén Donde viven las historias. Descúbrelo ahora