Capítulo VII

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A veces tratamos de entender situaciones que, realmente, no tienen sentido alguno. Tratamos de correr, correr rápido sin mirar atrás, con el único objetivo de alejarnos de todo aquello que nos aprisiona y hace de nosotros seres inertes y diminutos.

Sin embargo, hay veces donde corremos tanto, que acabamos chocando contra un muro enorme que finalmente, acaba con nosotros de la forma más ruin posible.

Y la lástima es que vemos el muro antes de chocar. Pero nos da igual; no es un motivo para frenar nuestros pasos. De hecho, solo nos hace querer correr más rápido.

Louis era consciente de eso. Lo sabía desde el primer minuto en que se encontró allí, encerrado entre cuatro paredes mugrientas que le prohibían la libertad que siempre le había pertenecido.

Pero no podía hacer nada.

Ya había pasado casi un mes desde que llegó allí. Día tras día, su secuestrador había cogido la costumbre de visitarlo en hora baja, siendo él la primera y la última persona que sus ojos azules podían vislumbrar a lo largo del día.

Aunque llegados a ese punto, le daba totalmente igual. Sus esperanzas de poder salir de allí algún día ya no eran más que una mecha encendida y reducida a cenizas, consumida por las penurias y las desgracias que habitaban en su corazón desde que llegó allí.

Tampoco añoraba a nadie. El vago recuerdo de su madre llegaba a su mente de vez en cuando, manteniendo cuerda su reducida capacidad de razonar. Sin embargo, el rostro de su hermana, ya no era más que un simple borrón incapaz de detallarse en la plenitud de sus pensamientos.

La soledad se había enamorado del chico de ojos azules que allí habitaba, limitándose a vivir pese al fuerte hastío que lo acompañaba día y noche. Y él, imposibilitado de hacer nada por salvarse a sí mismo, se resignó al trágico destino que la vida le tenía preparada, resguardada en su más remota consciencia.
















Louis observaba las estrellas que su pequeña ventana, instalada hacía a penas una semana como una orden de su secuestrador, le permitía. Sus ojos azules brillaban con intensidad ante la imagen que tenía ante él, y sus pequeños brazos se abrazaban con fuerza tratando de darse el consuelo que tanta falta le hacía.

Era de noche. Posiblemente, las tres de la mañana. Y él seguía allí, observando desde la distancia la libertad que tanto añoraba poseer.

Un suspiro amargo se escapó de entre sus labios cuando bajó la cabeza, perdiendo su mirada entre la mugre y la suciedad que lo rodeaba desde su estancia en aquella habitación. Todo estaba mal, y él lo sabía.

Sin embargo, un sonido extraño consiguió activar todos sus mecanismos de defensa con rapidez. Se acostó en el suelo rodeándose de la manta que se le fue otorgada unas semanas atrás, y cerró los ojos haciéndose el dormido.

Supo quien había entrado en la habitación cuando un intenso aroma a sangre y violencia, disimulado con una fuerte colonia varonil, penetró con dureza en sus fosas nasales dificultándole el respirar por unos momentos.

Harry lo observó desde la puerta cerrada. Sus orbes esmeraldas se clavaron en el diminuto cuerpo de su rehén, buscando en él la protección que no había sentido nunca.

Sus nudillos sangraban, el corte de su estómago ardía y su labio partido le estaba jugando una mala pasada. Pero él quería verlo. Quería observarlo y colmarse en su inocencia, haciendo de su rehén una fuente de protección y seguridad para sí mismo.

Tragó saliva con dureza cuando se vio a sí mismo, acudiendo al muchacho que había secuestrado para obtener la convicción que sabía que él no podía otorgarle. Sin embargo, le dio igual.

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