1. Un vampiro sufre.

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Un vampiro sufre tras la puerta, cantando húmedos lamentos sobre el ataúd

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Un vampiro sufre tras la puerta, cantando húmedos lamentos sobre el ataúd. Ha llegado el día que jamás ha anhelado. Sus rodillas sucias se alzan de nuevo, cansadas de soportar su agonía, y su larga e inservible capa se arrastra por su aposento siguiendo sus pasos hacia la salida, quiere ir en contra de su destino porque está maldito, no ha podido terminar con su vida porque a su mano la maneja alguien más. El castillo entero lo ha escuchado, este tiene mil orejas que conducen hacia el núcleo real, donde todo se ve, donde todo se oye. Es como un monstruo vivo más, el que encierra a todo lo maligno y lo protege.

Comienza a correr con la fuerza que la carne de las liebres le ha dado, aun parece saborear la vida en sus labios y percibir en su interior los quejidos de agonía. Esquiva las manos putrefactas de los desgraciados guardianes que reaccionan a las vibraciones, ciegos y superdotados de olfato, se lanzan contra todo lo que huela a miedo o humanidad. Ninguna de esas uñas es capaz de tocar su pálida piel, pero han sido capaces de rasgar su capa, esta que solo lo retrasa, así que se desprende de ella. El aire de la noche se siente encantado, pero lo perturba, lo excita revolviéndole las entrañas. Son demasiados aromas para un joven que sólo aprendió a cazar liebres de mala gana, huele a miedo detrás de las montañas.

A los lejos, una silueta encorvada le hace señas, bañada en luz de luna, indescifrable y escuálida. Cuánto más se acerca, más entiende el cruel destino que sufrirá como si hubiese permanecido viva solo para este momento, son los huesos sobresalientes por el torso, las mejillas hundidas con ojos pronunciados, no brillan, ciego, como todo alrededor. Agoniza empecinado en guiar a su príncipe hacia el camino inhóspito de esos pies delicados que no han ido muy lejos de su ataúd de invierno.

Él le hace caso, también ciego, son esas muestras de fidelidad las que le estrujan el corazón ahora, porque sabe que en cuanto cruce los límites del castillo, todo se convertirá en una cacería nocturna que solo la luz del sol será capaz de frenar, en la que él quizás, salga victorioso. Ya no volverá a ver nada que le recuerde el confort, a partir de ahora todo será nuevo. Por eso pone sus ojos en su guía, que apenas se sostiene en pie, famélico y afortunado, porque ha muerto de hambre instantes previos a que aquellas fauces caninas le destrozaran el cuello como un papel de carta olvidada.

Los ladridos aumentan como si fuera una jauría, no se atreve a girar, porque los rojos asesinos son puntos de mira que no fallan, estos perros son casi la última opción para detenerlo en su huida, son la fea muestra de desesperación, y en cierta medida lo hacen sonreír, porque no estarían detrás de él si no fuera porque ya lo han dado por perdido. Al entrar en el espeso bosque las cosas se hacen más sencillas, los saltos largos son una de sus habilidades especiales, pero no el reconocimiento de obstáculos, por eso choca con casi todo lo que encuentra y se rasga la ropa. Nada lo detiene, porque el fuego de la supervivencia lo ha tomado por completo.

Parece haber perdido a los perros, los metros que ha corrido le pasan factura, no es capaz de evitar recaer en sus rodillas enterrando las manos en este húmedo suelo que le sirve de momentáneo descanso, la geografía comienza a empinarse conforme sus ojos rojos barren el horizonte, huele su propio miedo y sus ojos brillan, como si fuera alguien ajeno a él, como si quisiera atracarse, destrozarse salpicando la vegetación con carne tibia, como si deseara consumirse a sí mismo. Se pone de pie luchando con sus pensamientos banales, casi gateando sobre la superficie, los perros se escuchan más cerca, solo puede seguir huyendo, ahora de dos predadores, los sabuesos y él mismo de quien no se puede desprender.

Colmillos falsos [YunSang]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora