El Globo (por Harry Müller)

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California, Estados Unidos

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California, Estados Unidos. Martes 8 de marzo de 2014.

Una joven de dieciocho años conduce por la autopista interestatal para ir al trabajo. Suena una canción en la radio, canción que ronda por su cabeza desde hace ya varios días. Tiene las manos sobre el volante, como la conductora prudente que es, y viaja por el carril de la derecha para poder llevar su propio ritmo.

Está algo cansada: apenas durmió la noche anterior para hacer un trabajo práctico sobre la escuela Bauhaus, y ni siquiera ha podido terminarlo. Walter Gropius, Paul Klee, Vasili Kandinski y otros artistas cruzan por su agobiada mente de universitaria.

De pronto, los ve. Cuatro autos de carrera —ilegales, según confirmará luego— avanzan a toda velocidad, uno en cada carril. Sus sentidos se activan y la pobre muchacha toma el volante dispuesta a evitar lo inevitable.

El choque es atroz. La bala que viene a más de doscientos kilómetros se hunde en el baúl del indefenso Ford Fiesta. El impulso arroja el pequeño vehículo por los aires y hace que impacte contra el piso tras un doble salto mortal. Solo entonces el piloto comprende que acababa de joderle la vida a alguien.

Baja del auto con el corazón en el pecho y hace su máximo esfuerzo para poner el Fiesta en posición. Mientras pecha, nota un hilo de sangre que se escapa por la ventanilla del conductor para perderse en el asfalto. «Mierda», piensa sin nunca dejar de hacer fuerza.

Sus compañeros se han ido. Seguro están tan compenetrados en la carrera que ni siquiera notaron que no estaba con ellos. O tal vez lo hicieron y celebraron la baja de un competidor. En cualquier caso, tampoco pueden ayudarlo.

Le aterra descubrir que la mujer del auto está inconsciente, quizá muerta, quizá a punto de morir. Desliza su mano con sutileza sobre su pecho —tampoco quiere que lo demanden por tocar a una desconocida— y nota que aún respira. Un suspiro de alivio se ve acompañado de la apremiante necesidad de hacer algo.

Dos llamadas son suficientes para sellar dos destinos humanos. La policía y los bomberos confirman que estarán allí en unos minutos y le piden que mantenga la calma. Él, consciente de lo que vendrá, no puede hacerlo.

Por un momento tiene el impulso de agarrar el auto y huir. Luego recuerda que ya no es más un niño y que sus actos tienen consecuencias. Suspira y se queda inmóvil en su sitio; ni siquiera se saca el casco, aunque ya ha empezado a molestarle.

Mira a la chica un momento: cabello a la altura de la nuca, párpados delicados, labios finos —ahora sangrantes— y una fisonomía que habría atraído a cualquier hombre hormonal. A decir verdad, el delicado arroyo rojo que corre por su cara no le resta atractivo. Tal vez, si se hubieran conocido en otras circunstancias, hasta podrían haberse gustado.

El tiempo muere en su muñeca y los martilleos de su pecho se vuelven cada vez más intensos. Está acostumbrado a coquetear con la muerte, pero esta vez es diferente. Una vida inocente depende de la oportuna llegada de una ambulancia.

Nadie sabrá lo que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora