«Era cuestión de tiempo para que todos lo supieran».
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Woody tiene trece años y guarda un secreto: es bisnieto del oficial nazi más odiado del mundo. Su familia ha celebrado un pacto para terminar con el ap...
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—Hola, hermana. Lamento ser yo quien te lo diga y lamento aún más que lo oyas por un contestador, pero tenemos problemas. Chris ha desaparecido.
Sien trató de transmitirle calma, pero no pudo evitar desesperarse por su hermana. Por esa hermana que estaba colapsada por culpa de un trabajo de doce horas, y ni siquiera podía atender el teléfono. Por esa hermana que pronto escucharía la peor noticia de toda su vida mediante un aparato de ocho pulgadas.
A su lado, Dylan tenía el teléfono pegado a la oreja y llamaba por decimoquinta vez a la secretaría del hospital. Siempre lo ignoraban, siempre era víctima de un caprichoso contestador.
Más lejos —pero no demasiado—, Woody coronaba la postal de la desgracia. Sostenía el iPhone semidestruido de Chris en la mano derecha y luchaba contra los caprichos de un celular, que se resistía a todos sus intentos de desbloqueo. Un mensaje de WhatsApp parpadeaba en la barra superior, pero el teléfono no le dejaba leerlo. El nombre del remitente aparecía arriba: «Oliver (tío)».
El iPhone vibró por quinta vez y Woody forzó el apagado para intentar luego con nuevas combinaciones. Había revisado la habitación de Chris a la caza de pistas, había probado con las fechas de cumpleaños de toda la familia e incluso con los pines más usados de Internet. Nada. Solo fracaso.
—Silencio, que llamaré a la policía. ¡Hijos de perra, nos van a escuchar esta vez! —bramó Sien con el puño en alto.
Luego de un largo día de rechazos telefónicos, una voz masculina se asomó detrás del 911 y tres suspiros se escucharon en lo amplio de la habitación.
Sien demostró tener un gran poder de síntesis y una gran agilidad para actuar en situaciones de peligro. Quien estaba del otro lado —un comisario, supuso Woody— tecleó un par de cosas en su computadora durante un rato y dijo:
—Enviaremos un patrullero a su casa, señora. Denos cinco minutos.
—Gracias.
—Gracias.
«Gracias», coronó Woody con un agradecimiento mental.
Un desfile de luces rojas y azules atravesó el vecindario, lo que atrajo la atención de algunos vecinos y despertó la furia de otros. Solo unas cuadras más adelante, una familia esperaba ansiosa, al borde de desmoronarse.
El coche se detuvo y los tres subieron a la parte trasera. Los policías les pidieron que mantuvieran la calma. Dylan pasó todo el viaje al teléfono, a la espera de que Mila contestara. Sien y Woody, en cambio, se limitaron a observar el paisaje urbano con falsa curiosidad.
—Baje las ventanillas —dijo Woody de pronto, más como una orden que como un pedido.
El conductor esperó un «por favor» que nunca llegó y decidió apretar el botón para ahorrarse una discusión innecesaria. Woody se sintió más cómodo y sacó el codo por la ventanilla. No le gustaba estar cerca de Dylan y Sien en espacios cerrados.