Capítulo 8

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«¿Un cuchillo para cortar carne también servirá para rebanar humanos?», se preguntaba Woody mientras hacía rugir a un cuchillo de cocina

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«¿Un cuchillo para cortar carne también servirá para rebanar humanos?», se preguntaba Woody mientras hacía rugir a un cuchillo de cocina. La hoja atacaba a la delgada piedra hacia arriba y hacia abajo, con una determinación incansable. Cuchillo contra piedra hacían una melodía filosa y amenazante, capaz de matar a cualquiera.

Humanos.
Bestias.
Monstruos.
Humanos disfrazados de bestias.
Monstruos disfrazados de humanos.

Woody colocó el filo contra su estómago y amagó con hundirlo. Su cuerpo se encogió y su cerebro le dio la orden de detenerse antes de que saliera la primera gota de sangre. Él obedeció. No era momento de suicidarse: era momento de matar.

Afuera, el ocaso había dado paso a la noche. Todo era negrura, a excepción de las luces parpadeantes del alumbrado público. Era el momento perfecto para entrar en acción.

El niño cubrió la filosa hoja con varias capas de papel periódico, sujetó todo con el elástico de su pantalón y comenzó a caminar. Segundos después, sufría las consecuencias: el arma había atravesado el estuche improvisado y ahora le dejaba cortes en el muslo derecho. Woody se alarmó y hundió sin pudor la mano en la entrepierna para controlar el movimiento del cuchillo. No tenía ganas de rebanarse los testículos.

Primero dio una vuelta manzana para identificar posibles enemigos y acostumbrarse al enfermizo roce de la hoja. El pantalón negro ocultaba las manchas de sangre, pero no el dolor. «Algo es algo», intentó convencerse.

Regresó a la Acapulco un momento para renovar la funda del cuchillo. Esta vez, usó también un poco de cinta adhesiva y comprobó que no hubiera espacio para fugas. Así estaba muchísimo mejor. Entonces  Woody salió al encuentro de la bestia.

Sus pasos se deslizaban sobre la gravilla y eran lo único que rompía el silencio. Tenía los ojos alertas y la cabeza que se movía en todas direcciones. De pronto, las vio.

Dos figuras cruzaron la enormidad de la noche y se perdieron en la esquina contraria. Él activó todos sus sentidos e identificó un aroma: el de Robin. También identificó la altura de una niña pequeña que iba de su mano: la de Nora.

—Parece que tenemos otras dos candidatas a recibir un cuchillazo hoy —murmuró mientras se alejaba, no menos intrigado.

Luego vinieron los cuervos. Cinco o seis aves de rapiña que olieron la sangre fresca y comenzaron a volar a su alrededor. Woody intentó espantarlos con un par de manotazos, pero no funcionaron. Tuvo que compartir con ellos el resto del camino.

Quince minutos después, llegó a destino. Tenía el muslo derecho ardido y sangre sobre sus pantalones. Sus dedos temblaban. Su cuerpo también. El corazón le latía de vez en cuando, con continuos apagones. Todo era un mal prefacio. Woody suspiró y alzó la cabeza.

La casona abandonada era un monstruo de tres pisos y quince ventanas que se mantenía en pie gracias a una fuerza diabólica. Adelante había una reja de más de dos metros, custodiada por el cadáver podrido de un ovejero alemán. Woody ahogó un grito al ver que no tenía ojos: alguien se los había arrancado luego de su muerte.

Nadie sabrá lo que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora