¡Un lugar para divertirse y retar la imaginación!
Cada cierto tiempo publicaremos un reto para ustedes, con el simple objetivo de divertirse y dar rienda suelta a la imaginación. A veces, estas pequeñas iniciativas son buenas para el bloqueo de escr...
Perdí la cuenta de en qué momentos y cuántas veces he ratificado mi arrepentimiento por conocer a Hange Zoë. He tratado incluso de recordar el cómo y el porqué la dejé entrar a mi vida, y cada que lo intento descubro que, una mañana cualquiera, una que ya no recuerdo, simplemente llegó, se instaló, y jamás se fue; como una plaga resistente al pesticida.
Con todos los años que llevaba conociéndola y aguantándome su insensatez, cuidando al mundo de ella, y a ella de sí misma, creía que serían verdaderamente pocas las cosas que ella podría hacer que lograran sorprenderme. Pensaba que ya había presenciado la cúspide de su imprudencia, pero atisbé apenas la punta del iceberg. Esa última jugarreta suya, tramada cuidadosamente con toda la iniquidad que aún escondía, me dejó ciertamente impresionado.
De todas las estupideces habidas y por haber, logró dar con la más terrible de todas, y lo peor del caso resultó ser que mi suerte, que actúa en contra de mi beneficio, propició lo que entonces sería mi castigo. Hange Zoë, en un fatídico día de ocio, me postuló para participar en un programa de citas, y dentro del millón de solicitudes, quedé como uno de los tres elegidos. Así pues, en contra de mi voluntad, me embarcaron en un bote a medio hundir (para nada parecido al yate que se mostraba en el folleto), me llevaron a yo no sé dónde y me forzaron a compartir camarote con otros dos tipos que, como yo, no se veían muy contentos; parecían, de hecho, bastante mareados, a punto de devolver la lata de comida que nos ofrecieron; cuestión que, en una habitación donde yo con mi metro sesenta de altura, extendiendo ambos brazos a los costados, podía tocar las paredes, no me resultaba conveniente.
Aquel viaje duró quizá una hora, una hora y media; sinceramente no me fijé demasiado en el reloj, pues me tenía más preocupado mi situación en el pequeño camarote. Ya afuera, lejos del barco, en una playa de arena blanca y aguas cristalinas, me sentí tranquilo. A mi lado, no sin antes dar algunos traspiés, llegaron los otros dos participantes, más recompuestos y, sin embargo, con sus rostros todavía pálidos; uno rondaba los treinta y el otro apenas los veinte años, y aunque poco se parecían, eran hermanos. Zeke y Eren Jaeger se sostenían el uno al otro, tratando de sobrellevar el malestar.
Cuando empezó a ocultarse el sol nos ataron los ojos, nos llevaron a un establecimiento cerca de la ribera y allí conocimos por primera vez a las participantes femeninas. Grande fue mi sorpresa al reconocer a una de ellas: aquella chica alta, de cabello negro y vacíos ojos grises, era la misma a la que, accidentalmente, le aplasté su almuerzo con las llantas de mi recién adquirida camioneta al salir del estacionamiento de McDonald's.
Y así, la misma mala suerte que me trajo aquí (lugar que parecía un infierno), me hizo reencontrarme con ella. Y con la buena racha de desdicha que llevaba, no me sorprendió que también me reconociera.
