Desaparición

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La muchacha era bonita; la tez de su rostro tersa y de un tono bronceado, sus cabellos largos y lisos iban sujetos por una sencilla banda. Nunca usaba maquillaje, pero eso no demeritaba su belleza natural acrecentada por la juventud. Con la mayor de las amabilidades, atendía uno a uno a los clientes de la tienda de conveniencia donde trabajaba para pagar sus estudios y ayudar a su familia. 

A su madre no le gustaba que lo hiciera, le desagradaba tener a su hija de veinte años terminando un turno a las nueve de la noche y regresando en transporte público a su casa cuando el sol ya no iluminaba las calles. No obstante, era de esas ocasiones en que no hay opción; su situación económica lo ameritaba. La familia tenía otros hijos menores y siendo ella la mayor, había asumido la responsabilidad de aportar al hogar.

Una vez que el último cliente de una fila de seis se retiró, la joven vio con curiosidad al hombre que buscaba algo en los refrigeradores lejos del mostrador y lo llamó.

—¿Puedo ayudarlo? —. Un sudor frío le erizó la piel de la nuca, alguien silencioso que no se iba rápido siempre era una señal de advertencia.

—No... ya encontré lo que buscaba —balbuceó desde un ángulo ciego en el que ella apenas podía verlo.

La respuesta la calmó un poco, no así quien la emitió, le pareció que podía estar bajo los efectos del alcohol o alguna droga. Tras un largo instante, el hombre por fin se acercó a la caja llevando un par de botellas de cerveza. La muchacha procuró no ver su rostro, se concentró en marcar los productos y observar sus manos. Eran morenas y lucían maltratadas, aunque lo que la mantenía alerta era que se sostuviera con ellas del mostrador. Volteó arriba con discreción para ver su expresión, como supuso se encontró con una mirada ausente. No era un hombre joven, tampoco viejo; tendría la suficiente fuerza para dañarla de querer, y pensarlo alteró sus nervios.

—¿Tienes un baño? —. Recibió el cambio y la compra viéndola directo y provocándole un escalofrío.

—No. Una disculpa. No tenemos baños.

—A algún lado debes ir tú —indagó con malicia, volviendo a sacudirla.

—Lo siento, son solo para los empleados.

El hombre resopló y luego de dedicarle un par de improperios, se fue destilando un notable enfado. Los nervios de la empleada se apaciguaron un poco, aunque la zozobra le siguió en el cuerpo. Intentando ignorarla, se dispuso a hacer el corte de caja en tanto esperaba a su compañero del turno nocturno. Rogó porque no llegase tan tarde como había sucedido los últimos dos días, eso la dejaría esperando en la parada de autobús un largo rato y esa noche no quería hacerlo. Pensó en hablarle a su padre para ver si podía ir por ella, pero desistió recordando lo agotado que llegaba del trabajo. 

La puerta volvió a abrirse. Ella se sobresaltó por segunda ocasión esa noche, algo la tenía intranquila, miró al recién llegado con el gesto contraído por la angustia.

—Buenas noches, Fátima.

Al escuchar la voz y ver al hombre, la muchacha suspiró aliviada; era el dueño de la tienda.

—Buenas noches. Don Isaac.

—No me digas que te asusté.

—Un poco. Es que acaba de irse un cliente raro —explicó avergonzada.

—Cuando pase eso no dudes en llamarme, vivo cerca y puedo venir rápido.

—Lo sé. Me lo ha dicho muchas veces. Es que soy bruta. 

—Lo importante es que solo fue un susto, ¿Verdad?

Verlo sonreír la hizo corresponder. Como hombre mayor, Isaac era paternal y muy agradable, eso más el año que llevaba trabajando para él en la tienda de veinticuatro horas le daba mayor confianza. Asintió y se dispuso a terminar el corte de caja mientras sostenían una amena plática sobre lo más relevante de su turno y algunos detalles de su vida escolar. Por desgracia, la hora de salida llegó sin que su compañero hiciera lo mismo, así que su acompañante la miró comprensivo al notar su preocupación.

—Yo me encargo, Fátima. 

Ella sonrió aliviada al escucharlo.

Para cuando el empleado del siguiente turno entró en la tienda más tarde de lo habitual, Fátima ya no estaba ahí.

—Llegas tarde otra vez. Esta vez te luciste. Media hora es demasiado —reclamó con severidad el hombre a cargo.

El joven sonrió nervioso al verse descubierto.

—Perdóneme, don Isaac. Ya sabe cómo son los autobuses, nunca pasan a tiempo.

—Por eso tendrías que venir más temprano, igual que Fátima.

—Lo sé, le prometo que no volverá a pasar. Por cierto, ¿Dónde está ella?

—La dejé irse, ya es muy tarde y la ciudad es peligrosa para una jovencita. Por eso te pedí desde un principio que procuraras estar aquí al menos unos minutos antes, para que ella no esté sola haciendo su corte. Ya sabes que nada más se mete el sol y empiezan a aparecer maleantes. Hoy uno la puso nerviosa. Si hubieras llegado a tiempo habría podido acompañarla a la parada de autobús. César, si no haces lo que te corresponde tendré que despedirte.

—¡No! Perdóneme. Le prometo que a partir de mañana llego antes.

El hombre asintió enfadado en tanto observaba como el apenado joven se disponía a iniciar sus labores.

Un par de horas después, Isaac todavía se encontraba en la tienda junto a su empleado ayudando a este último a realizar el inventario mensual, cuando un hombre de mediana edad entró con la expresión descompuesta en preocupación. Sin pensarlo se acercó a ellos al verlos ocupados en la puerta de la bodega.

—Buenas noches —dijo el recién llegado con la voz trémula —. ¿Usted debe ser don Isaac?

—Así es, ¿En qué puedo ayudarlo?

—Soy el papá de Fátima —extendió la mano hacia el jefe de su hija —. ¿Está aquí?

El cuestionamiento cimbró a los dos hombres que lo escucharon, lo único que pudieron hacer fue mirarse uno al otro con una expresión de asombro que pronto se tornó rígida, diciéndole más que mil palabras al angustiado padre de familia frente a ellos.

Esa noche luego de esperar paciente por más de cuarenta minutos a su hija en la parada de autobús cercana a su casa a la que solía llegar al finalizar su turno, y llamarla de manera persistente al móvil sin obtener respuesta, el padre de Fátima presintió que algo no iba bien. Para su desgracia y la de toda su familia, lo comprobó cuando sin importar los esfuerzos, no pudieron localizar a su primogénita pese al transcurrir inclemente de las horas.

Una escalofriante realidad: Según cifras oficiales, al 26 de noviembre del 2021 había más de 95,121 personas desaparecidas en México, cada una dejando el hueco en un hogar que nunca se recuperara de la pérdida de un ser amado en tan tristes circun...

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Una escalofriante realidad: Según cifras oficiales, al 26 de noviembre del 2021 había más de 95,121 personas desaparecidas en México, cada una dejando el hueco en un hogar que nunca se recuperara de la pérdida de un ser amado en tan tristes circunstancias. 

Bajo nuestra piel [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora