16. Desafío

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El silencio envolvía a Diana como densa burbuja protectora imposible de traspasar. Roberto la observó con el mayor disimulo dos o tres veces durante el camino desde que abandonaron la clínica. Primero fueron por el auto de ella hasta el Ministerio Público, luego, él se ofreció a conducir para llevarla a casa. Su propuesta fue aceptada con un débil asentimiento, lo cual acentuó el desánimo que percibía en ella. Abrió la boca para darle su dirección y no habló más por el resto del trayecto. 

Tal era su abstracción que parecía otra, sus manos descansaban sobre sus piernas y se estrujaba los dedos entre sí como lo haría una niña alterada. Aunque miraba al frente con los párpados ligeramente caídos, no prestaba atención a nada. Su mente repasaba lo sucedido, divagando entre las imágenes grabadas en sus retinas. El rostro descompuesto de la esposa de Manuel, él mirándola angustiado. Ella a un lado, desechada, no grata. En el fondo, quería al hombre, en contadas ocasiones cuando la soledad se recrudecía, se había atrevido a soñar con tener un poco más de lo que él le daba, extender esos momentos robados que compartían y cuyo sabor amargo se volvía uno con el dulce de sus besos.

Pero no podía sufrir por amor, no con un asesino suelto. Respiró calando el aire con un par de inspiraciones bruscas y entrecortadas para luego exhalar, soltando la pena. No era la primera vez que quedaba de lado, así que dejó de pensar en ello. Nunca sería la elegida y no necesitaba serlo, lo único que realmente anhelaba era paz y para lograrla tenía que atrapar al infeliz que seguía arrebatando la vida de víctimas inocentes. O eso pensaba firmemente, prefería marcarse objetivos y una vez alcanzados, ir por el siguiente; así era más fácil vivir.

—Llegamos —el anuncio de Roberto rompió la calma que contenía la tormenta.

Él paseó sus ojos por el sitio de un rápido vistazo. Era un barrio viejo en lo que antes había sido una comunidad devorada por la urbe. Banquetas agrietadas componían la estrecha calle, al igual que viviendas dispares con paredes raídas o cubiertas de pintura barata y excesivamente colorida. Al fondo, vio un grupo de señores mayores sentados en sillas de plástico sobre la acera; los hombres voltearon con curiosidad hacia el vehículo que acababa de llegar para reconocerlo y volver a su amena charla. Las casas eran pequeñas, excepto en la que vivía Diana, que había sido ampliada de forma tosca y desproporcionada, sin ningún tipo de armonía. No había muchos árboles, pero algunas fachadas rebosaban de plantas dispuestas en cubetas y ollas desgastadas.

Ella salió de su ensimismamiento y se dio cuenta del gesto anonadado de su acompañante. Sonrió para sus adentros viendo que su apariencia impecable era probablemente lo único en ese lugar que no estaba cubierto del polvo que se desprendía del empedrado combinado con pavimento de mala calidad y tierra de los caminos.

—No es bonito, pero al menos es seguro.... Y barato. Aquí solo viven personas mayores, así que puedo estar tranquila.

—No he dicho nada —Roberto la miró con una extraña sensación en el cuerpo. Todavía le quedaba mucho por entender de ella. Carraspeó un poco para deshacerse de la visión de los labios pálidos a su lado que destacó sobre todo lo demás —. Debí preguntarle si quería pasar por algo de cenar antes. El médico dijo que debe comer para recuperarse.

Bajo nuestra piel [Finalizada]Where stories live. Discover now