33. Rota

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No era la primera vez que le tocaba ver la muerte a la cara, pero nunca tuvo que entregarle a alguien más frente a sus ojos. El instante preciso seguía repitiéndose en su cabeza. Una y otra vez se preguntaba, ¿Qué podía haber hecho mejor? Si no hubiera ido al lado contrario que Saúl, o tal vez, haber impreso mayor rapidez a su reacción. La culpa, maldita culpa que sin permiso se clavó como cuña en su interior. Intentó disociarse o se volvería loca. 

Con franco desespero, abrió la puerta de la pequeña pieza que tantas veces atravesó sola, luego de ser apaleada por una y mil dificultades. Saber que Roberto la acompañaba le dio la fortaleza para sostenerse en la caída al precipicio. Lo primero que vio al entrar fue su cama, hubiera querido tirarse de lleno en el colchón, pero no lo hizo, se sentó en el borde con los brazos sobre sus piernas. El hambre y el agotamiento le pesaban, la presión en su nuca y el resto del cráneo era inmensa, al igual que la sensación de vacío.

Frente a ella, Roberto se inclinó sobre su rodilla, la miró al rostro como si le costara reconocerla, darse cuenta la hirió más.

—Voy a bañarme —anunció poniéndose de pie, el mareo que le sobrevino ante lo intempestivo de su movimiento, la hizo volver a sentarse con un gesto doloroso.

—Duerme un poco, pediré algo para que comas.

—¡No! —su voz descompuesta lo sobresaltó —. No puedo dormir ni comer con su sangre encima.

Esa frase le dijo a su acompañante más que cualquier explicación.

Con agobio se incorporó a fuerza de voluntad y fue al baño, dejándolo con un sabor amargo en el paladar. Una a una se quitó cada prenda y estuvo de pie varios segundos antes de atreverse a entrar. La llave que abrió hizo que una lluvia de agua fría le cayera encima, espabilándola entera. Cada palmo de piel se erizó, una sensación helada ocasionó que su boca temblara, aquello era el Ártico, así se sentía, solo y congelado. Y entonces lo dejó salir, el grito que llevaba atravesado en la garganta, el que le emergía desde las vísceras, con el que deseaba borrarlo todo. Al lamento siguieron las lágrimas, fluyeron cual cascada imparable. Avergonzada de su propia debilidad, se llevó las manos al rostro y se deslizó hasta el suelo. No lo escuchó entrar, tampoco cortar el flujo de la regadera, fue solo hasta que lo tuvo inclinado a su lado y enredándole en el cuerpo desnudo una toalla que se dio cuenta de su presencia.

Para él, encontrarla así, sentada en la baldosa, abrazando sus piernas y llorando con avasalladora pena, fue el recordatorio de que el dolor del ser amado puede sentirse más profundo que el propio. La abrazó, estaba tiritando. Permanecieron así un largo rato, sobre la fría y húmeda superficie, a él se le mojó la ropa, pero su calor le llegaba intacto a la mujer entre sus brazos y piernas.

—Llora todo lo que quieras —le repitió cada que la vio intentar tragarse el sentimiento.

El silencio por fin llegó, tan largo como el llanto, ninguno pronunció palabra. Ella no podía, él aguardó paciente, como un silencioso guardián.

Bajo nuestra piel [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora