23. Dejarse llevar

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La madre de Axel llegó unas horas más tarde. Antes Diana le había preparado varios biberones al bebé que este tomó con avidez. Por su parte, Roberto compró para que comieran todos. Con los estómagos llenos, el cansancio de una tarde de llantos e intensas emociones, y cobijados por adultos protectores, los dos hermanos no tardaron en quedarse profundamente dormidos. Sin embargo, el entorno apacible era rasgado por la tensión. Diana mantenía la postura de fiera guardiana que era su mejor defensa y Roberto no quería preguntar más de la cuenta, así que solo evadieron el tema en tanto aguardaban.
Al entrar y ver al par de extraños, la dueña de la casa dio un respingo y el miedo clavó heladas agujas por toda su espina dorsal. A continuación, buscó con la mirada espantada a la persona que había dejado a cargo.

—Buenas noches, Berenice —saludó la investigadora poniéndose de pie, tanto ella como su acompañante habían estado sentados en las sillas de la mesa del comedor, esperándola.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está Rosa? ¡¿Algo les pasó a mis hijos?!

Sin esperar respuesta, se volcó sobre la única habitación de la minúscula casa y ante la visión del par de pequeños descansando, se llevó una mano al pecho y respiró a grandes bocanadas para intentar serenarse.

Para cuando volvió a la zona común de la vivienda en la que convergían cocina, comedor y sala en un amontonamiento asfixiante al que contribuía el desorden, los desconocidos ya se habían puesto de pie y la esperaban cerca de la puerta. Ella miró a uno y a otro con el gesto atravesado por la alerta y el temor.

—¿Dónde está Rosa?

—Le dije que se fuera a su casa —la entonación tranquila y pausada de la mujer no tranquilizó a su interlocutora, por el contrario —. Berenice, esa mujer maltrataba a sus hijos. Encontramos a Axel vagando solo por las calles en busca de comida y al pequeño berreando de hambre. ¿De verdad quiere seguir dejándolos con alguien así?

El cuestionamiento la desarmó, bajó la vista y se limpió las lágrimas que no le pidieron permiso para resbalar desde sus ojos agotados por la larga jornada laboral. Le fue imposible negar que sospechaba de aquello que le estaban informando, no obstante, conseguir una cuidadora que le aceptase el mismo pago que Rosa era casi imposible.

—No tengo dinero para pagar a nadie más.

—¿Y una casa de cuidado?

—Las gratuitas son matutinas y las que no, quedan lejísimos, ¿Cómo le hago? Dígame.

Diana desvió sus ojos, no podía negar que tenía razón.

—¿En qué trabaja? —. Al ver que la mujer se negaba a responder, continuó —. Escuche, la persona con la que deja a sus hijos los pone en riesgo directo. Sé que es difícil encontrar a alguien más que prácticamente se los cuide gratis, pero tiene que hacerlo o cambiar de trabajo. Con ella no se pueden quedar más.

Bajo nuestra piel [Finalizada]Where stories live. Discover now