CAPÍTULO 1

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LAS VEGAS, NEVADA

Por su frente corría el sudor más frío que había sentido en su vida. La pequeña bola blanca bailaba sobre la ruleta sin decantarse por un número ganador, y Harry no podía hacer más que beber trago tras trago de la copa que tenía en la mano para intentar bajar la ansiedad que le estaba comiendo por dentro.

Aquel cacharro llevaba girando siglos; aunque puede que su percepción del tiempo estuviera algo tocada por los cuatro vodkas con lima que llevaba encima. Daba igual. Lo único que le pedía a la vida era que, cuando se dignase a parar, lo hiciese sobre un número rojo.

Había apostado todas sus fichas a ese color. ¿Por qué? No lo sabía. Un arranque de optimismo le había invadido en el último momento, y las había soltado sobre el tablero segundos antes de que el croupier lanzase la bola que ahora le tenía al borde de un ataque de nervios.

Ya no había arrepentimiento que valiese. Esta noche podría irse siendo cincuenta dólares más rico, o cincuenta más pobre. Y lo aceptaría, así como aceptaba cada cagada que cometía en la vida por haber nacido con la impulsividad en las venas.

Veinticuatro. Negro.

—¡¡Hija de p–!! —Una mano tapó su boca antes de siquiera empezar con la larga lista de insultos que llevaba un rato preparando mentalmente.

—No pasa nada, Harry —La voz de Nick se escuchó cercana, y aun así le costó más de un segundo comprender que era él quien le estaba sujetando tras su espalda—. El dinero va y viene. Lo importante es que tienes salud.

Se zafó del agarre de su amigo en un movimiento desganado, frunciendo el ceño ante sus palabras sin molestarse en girarse para mirarle. Estaba demasiado ocupado viendo cómo el croupier retiraba sus fichas del tablero y se llevaba su dignidad con ellas.

Poca salud iba a quedarle para el futuro si seguía dándose a sí mismo disgustos como aquel.

Antes de dar media vuelta y encarar las miradas —seguramente divertidas— de sus dos amigos, procuró acomodar la diadema de cumpleañero que ellos mismos le habían regalado al principio de la noche. A esas alturas era lo único valioso que le quedaba, y eso que era de plástico.

Sin embargo, nunca llegó a girarse del todo, porque la existencia de sus amigos se le olvidó al segundo en el que su mirada se cruzó con la del chico que apostaba a su lado y que, con todo el descaro del mundo, se estaba riendo de él.

No, no lo estaba malinterpretando. Tenía una sonrisa divertidísima en la cara, y ni siquiera intentó disimularla llevando la mirada a otra parte, sino que se la mantuvo.

—¿Te hace gracia? —La pregunta salió de su boca antes de poder pararla. No se arrepintió en absoluto cuando, sin el más mínimo rastro de vergüenza, el individuo de ojos azules procedió a vacilarle, inclinándose lentamente sobre la mesa de apuestas para recolectar toda su apuesta, más unas cuantas fichas extra.

—Ninguna —respondió él con simpleza—. Aquí donde me ves estoy llorando por dentro.

Harry entornó los ojos. Estaba demasiado borracho como para ser capaz de manejar tal nivel de sarcasmo en una conversación, y todo lo que se le ocurría eran insultos poco inteligentes que no iban a ayudarle a quedar mejor.

Habría terminado echando mano de alguno igualmente, si no hubiera sido porque alguien a sus espaldas tomó la palabra, poniendo una mano en su hombro.

—Deja a mi amigo en paz, es su primera vez en un casino —Su amigo Xander demostró al instante que tampoco estaba en su momento más lúcido, y aquel intento por salir en su defensa tan solo consiguió que el chico de ojos azules riera de nuevo.

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