CAPÍTULO 3

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CINCO AÑOS DESPUÉS
SAN FRANCISCO, CALIFORNIA

Harry no tenía planeado lanzarle indirectas a Elliot.

Sabía de sobra que su novio no sentía interés por el matrimonio, y él jamás se lo había cuestionado. Nunca, en todos los años que llevaban de relación, había sentido la necesidad de hacerle cambiar de opinión.

Pero Meghan Markle y el príncipe Harry se habían casado. Y la boda había sido preciosa, y ella estaba guapísima, y el duque de Sussex se llamaba como él. Casualidades de la vida que le pusieron a tiro ese «al menos hay un Harry que se casa», que consiguió que Elliot soltase una risa y le echara una miradita de reojo.

Dos semanas después de aquel evento histórico, la joyería a pie de calle frente a su trabajo cambió el escaparate, y a la sección de caballero llegó una colección de anillos preciosos que fueron dignos de ser casualmente mencionados cuando llegó a casa esa tarde.

Por supuesto, Elliot tuvo la misma reacción.

Días después vinieron las flores, expuestas en un mercado al aire libre por el que pasaron una mañana en la que salieron a almorzar juntos. A Harry le pareció apropiado comentar al aire que aquellos tulipanes blancos quedarían genial como centros de mesa.

Una vez más, nada. Ni una sola señal de que la percepción de Elliot sobre el tema hubiera cambiado en algo desde la última vez que lo hablaron.

Pero Harry ya había entrado en un bucle irrefrenable de indirectas casuales que no tenía remedio. Daba igual que sus expectativas fueran nulas, o que Elliot hubiera empezado a rodarle los ojos cada vez que revoloteaba a su alrededor para soltarle algún comentario nuevo; él ya no podía parar.

Unos meses más tarde, celebraron su cuarto aniversario.

Elliot lo tenía planeado como cada año; en casa, con las luces apagadas, comida china de por medio y su película favorita reproduciéndose en la televisión. La única diferencia estaba en que las galletas de la fortuna no iban a predecir nada al azar esta vez; y si Harry lo hubiera sabido, probablemente no habría pasado cinco minutos completos intentando convencer a Elliot de que le dejase cambiarla por la suya porque «había tenido una corazonada».

—Esto es como en los exámenes —Le había dicho Elliot, atesorando su galleta en su puño bajo la mirada disconforme de Harry—. Una vez eliges lo mejor es no cambiar la respuesta.

—Pero es que yo no la he elegido, me la has dado tú —contestó él, analizando su propia galleta con desconfianza—. No me gusta. Prefiero esa.

—Yo también prefiero esta —Elliot soltó una risita medio nerviosa cuando le vio morder el interior de sus mejillas—. ¿Puedes abrirla ya? No te la voy a cambiar.

Harry le echó una última mirada de falso fastidio antes de inclinarse para alcanzar la galleta, que yacía sobre la mesita de café junto a la cena.

Al romperla por la mitad, encontró el anillo dentro; una alianza de oro blanco con un diamante incrustado en el centro.

Si se quedó mirándolo más tiempo del necesario, no fue precisamente porque la joya le impresionara.

Levantó la vista hacia Elliot con un brillo incrédulo e ilusionado en los ojos. Aceptó incluso antes de que él le hiciera la pregunta, y un segundo más tarde su novio ya estaba tomando el anillo y colocándolo en su anular.

Y ahora estaba prometido. Harry no era consciente de hasta qué punto ansiaba poder decir aquello.

Una semana después de la que había catalogado como la mejor noche de su vida, Elliot sugirió que organizaran un almuerzo en el club de golf para anunciar la noticia a sus familias.

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