Un amor, tres versiones (1)

58 16 8
                                    


Versión 1

No me gusta el café, pero por ti, amada mía, soy capaz de quemar mi garganta al tomarlo directamente de tus labios.

Hace un mes que visito esa vieja cafetería cada tarde. La primera vez que entré, las tonalidades del cielo se tornaban oscuras y el aire que se respiraba era frío. El ambiente gritaba lluvia por todos lados.

Esa tarde el invierno se estaba despidiendo, pero el frío no tenía planes de acompañarle. En lugar de marcharse, se quedó a torturar mi débil cuerpo que —como mi nariz enrojecida anunciaba— no era capaz de soportar ventiscas tan fuertes sin resfriarse.

Corrí a toda prisa evitando pisar alguno de los charcos que comenzaban a formarse a medida en que la leve llovizna tomaba fuerza y se convertía en una lluvia torrencial.

No tuve de otra que meterme en el primer establecimiento que encontré; la vieja cafetería a la que nunca me había molestado en visitar. No podía soportar el olor del café con toques tanto amargos como dulces que desprendía el lugar, y mucho menos acercarme una taza de ese líquido a la boca. Antes preferiría morir.

Analizaba la vitrina de postres tratando de elegir cuál probar en lo que paraba la lluvia cuando te vi entrar. No traías paraguas; tu cabello estaba empapado al igual que tu ropa, bajaste la cabeza y te disculpaste con el personal por mojar el piso que de por sí ya estaba sucio y salpicado. Tenías ambas manos ocupadas por unas carpetas que —por la manera tan desesperada en que le rogaste al chico del servicio para que las secara— supuse contenían algo importante para ti.

Momento después, ordenaste una taza de chocolate y te sentaste en la mesa más aislada, esa del rincón junto a las ventanas. No sabía que además de café vendían chocolate, gracias a ti ya no repudiaba tanto el lugar.

—Quiero lo mismo que ella, por favor —El chico detrás de la barra mostró una sonrisa a labios cerrados y se volteó a hacer mi pedido. Al mismo tiempo te escuché reír y juro por Dios que fue lo más hermoso y a la vez aterrador que jamás escuché. Hermoso porque era un sonido que provenía de ti y aterrador porque pensé que mi acción de imitarte fue el motivo de tu risa. Mi miedo se disipó luego de mirar disimuladamente para darme cuenta de que reías por algo en tu celular.

—Aquí tiene —Me entregó la taza y fui a sentarme a la mesa más alejada de ti, pero que me permitía mejor vista.

Te admiré por horas, tal vez no con la misma fascinación con que veías el nublado paisaje. Repasabas cada parte como si quisieras grabarlo en tu cabeza y movías tus dedos sobre la mesa como si trataras de dibujarlo. El brillo en tus ojos que no me miraban, hacía danzar mi corazón agitado.

Ya era tarde, tenía que irme antes de que terminara de caer la noche. Y así, con la leve esperanza de volverte a encontrar, abandoné esa vieja cafetería.

Regresé, claro que lo hice. No una, ni dos veces, sino cada día de la semana. Cada tarde luego del trabajo y todas las veces te encontré.

Desde la mesa más alejada pude ver algunas de tus versiones. Supe que eras artista y que eso que tanto cuidabas en tus carpetas eran tus pinturas. Recuerdo el día que llegaste con un montón de manchas de pintura en el rostro y sin darte cuenta pintaste una sonrisa en el mío. También la primera vez que cruzamos miradas y nos dijimos todo sin pronunciar palabra. Y la vez que me sonreíste luego de evitar que se cayeran tus pinceles. Desde ese día me dieron ganas de escribir de ti.

—Su té —El chico de siempre puso la taza sobre la mesa y se quedó a observar mis apuntes—. ¡Vaya!, ¿es usted escritor?

—Eso intento —Sonreí con nerviosismo luego de cubrir las hojas con la manga de mi abrigo para evitar que leyera alguno de mis versos—. Ahora, si me disculpa...

—Sí, sí, perdón.

Después de que se retirara continué escribiendo sobre ti en mis poemas. Escribí cada estrofa, cada verso, cada palabra y cada letra pensando en ti. Una semana después, cuando por fin me decidí a hablarte luego de dudar toda la noche, cuando llevaba en mis bolsillos uno de mis poemas para dedicarte, cuando mi corazón latía con más fuerza que nunca esperando a ser domado por tu calma, justo ese día faltaste.

Ese día, el siguiente, y el día después.

Estaba a punto de tirar la toalla, a un paso de abrir la puerta e irme, pero alguien más la abrió por mí. Como venía de prisa fue imposible evitar que su frente golpeara mi pecho. Levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron.

Eras tú. 

DemenciaWhere stories live. Discover now