La galería gris

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Mi padre era un artista, fue sin duda un pintor excepcional. Lanzaba pinceladas al aire que terminaban estrellándose contra su lienzo de la manera más brusca posible. Usaba siempre el mismo lienzo, la misma gama de colores y los únicos dos pinceles que poseía.

Su momento preferido para pintar, eran las noches oscuras y frías, bajo el efecto de aquel líquido de inspiración que calentaba su cuerpo y quemaba su garganta al pasar. Luego se encerraba en su cuarto a solas con su lienzo. Yo tenía prohibido entrar allí, por eso me quedaba detrás de la puerta escuchando la melodía desafinada que resonaba en toda la casa mientras pintaba.

A mi padre le sucedió lo que cualquier artista temía: que su obra se le revelara. Un día la obra se quejó de ser plasmada en el mismo lienzo que se hallaba desgastado y lleno de pintura. Los colores se amontonaban uno sobre otro llegando a formar nuevos tonos, las pinceladas más antiguas estaban tan secas que formaron costras. Y las más recientes, estaban todavía húmedas y se derramaban por todo el lienzo.

Desde el día en que su obra se quejó, mi padre me obligó a presenciar todos los momentos en los que la repasaba y agregaba nuevos detalles. Hasta que un día me harté, tomé el arco de un violín sin cuerdas y le disparé notas a la cabeza. La obra que había presenciado lo sucedido, y que antes me rogó que no lo hiciera, se echó la culpa.

Pero mi padre fue tan buen artista, que aun después de muerto era reconocido. Pues su más grande obra, ahora se exhibía en una famosa galería de arte, esa gris de los barrotes de hierro.  

  

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DemenciaWhere stories live. Discover now