Un amor, tres versiones (2)

52 14 10
                                    


Versión 2 

No me gusta el café, pero disfruto de su aroma y sus efectos excitantes.

Esa tarde el frío me calaba los huesos, la brisa despeinaba mi cabello y la lluvia empapaba mi cabeza. Pude evitar mojarme de no haber sido por las hermosas calles, las casas, e incluso los árboles que me distrajeron. Pero lo prefiero así, porque amo sentir cada gota de lluvia recorrer mi piel trazando sobre ella un camino que comenzaba en la punta de mi cabeza y terminaba en la punta de mis pies.

Tuve que apresurar el paso y saltar sobre los charcos porque lo que empezó como una leve llovizna estaba tomando fuerza. Olvidé por completo que cargaba conmigo algunas pinturas, así que comencé a buscar con la vista un lugar para refugiarme. Las calles estaban desoladas y la mayoría de establecimientos repletos de gente con la cara larga; porque a diferencia de mí, la lluvia les había arruinado la tarde. Todo estaba ocupado menos esa vieja cafetería.

Iba a allí de vez en cuando, ocupaba la mesa del rincón junto a las grandes ventanas de cristal y me distraía mirando el paisaje. Como olvidé mi paraguas en casa y ni me molesté por comprar uno de camino, quedé empapada.

Casi tiré la puerta de la cafetería cuando entré corriendo. Me detuve frente al mostrador con la respiración agitada y el corazón aparentemente feliz, ya que no paraba de bailar. Giré la cabeza y me fijé en el rastro de suciedad que dejaron mis pies.

—¡Dios mío! —Bajé la cabeza llena de vergüenza— Lamento ensuciar su piso.

—No pasa nada —El chico que atendía me sonrió con gentileza.

Recordé que mis carpetas se habían mojado y le pedí —por no decir que supliqué— al joven chico que me las secara. Luego de que accedió, pedí una taza de chocolate y me senté en el lugar de siempre. Echaba un vistazo al panorama como de costumbre hasta que te noté.

Estabas tan concentrado admirando la vitrina de postres cuando entré y luego te viste tan sorprendido al enterarte de que también servían chocolate. Te veías como un niño que admiraba algo por primera vez y eso me hizo sonreír a lo tonto. Pero no fue sino hasta que pediste lo mismo que yo, que no pude evitar reír.

Se me escapó una risa y me asusté, no solo porque se escuchó muy alto, sino porque lo notaste. Tan pronto giraste sobre tu hombro, tomé mi celular, forcé una sonrisa mientras veía la hora y la mantuve hasta que dejaste de mirarme.

Luego te vi recibir tu orden y sentarte en la mesa que —a pesar de ser la más alejada de mí— me permitía admirarte por completo. Te sentí tan cerca y la vez tan lejos.

Me di la vuelta y dejé de ver en tu dirección. Mis ojos estaban tan enfocados en el paisaje y mi mente tan ocupada en pensarte, que mis dedos se movían solos tratando de dibujar un boceto que combinara la esencia de ambos. Aunque una mirada bastó para que te grabara en mi cabeza, sentí la necesidad de volverte a ver, pero ya te ibas. Minutos después recogí mis cosas y me fui.

Regresé, claro que lo hice. No una ni dos veces, sino cada día de la semana. Desde aquel rincón pude observarte y conocer un poco más de ti.

Me enteré de que eres escritor, por eso siempre llevas una libreta que supongo es para anotar ideas que llegan a tu mente de manera fugaz, haciendo que abandones cualquier actividad y corras a pedir un bolígrafo a la primera persona que veas. ¿Sabías que siempre llevo un bolígrafo conmigo en espera de que vengas a pedírmelo prestado?

Un día te vi cargar un montón de hojas sueltas que terminaron por regarse en el suelo. ¿Seguro de que las recogiste todas? También recuerdo la vez que me ayudaste al evitar que mis pinceles cayeran al suelo.

¿Sabías que desde ese momento no paro de pintarte?

Cada tarde, después de salir del taller de arte, pasaba por la vieja cafetería con la esperanza de encontrarte ahí. Porque dime, ¿cómo podría faltar a esa cita a la distancia que tenía contigo?, ¿cómo podría olvidar la primera vez que nuestras miradas se cruzaron y danzaron nuestras pupilas?

Dime, ¿cómo no amarte?, si desde el momento en que te vi no he dejado de pensarte, de soñarte, de desearte. Desde ese día te convertiste en la inspiración de mis obras de arte.

—Para la señorita —El joven con mi postre logró sacarme de mis pensamientos. Esperé a que lo dejara sobre la mesa y se marchara—. Qué bonito dibuja.

—¡Oh!, gracias —Cubrí el boceto con ambas manos. No quería que supiera que se trataba de ti—. Prefiero no mostrarlo hasta que esté terminado, así que...

—Perdón, me retiro.

Luego de que se marchara me di cuenta de que no me sentía bien. Una mañana no me levanté y me quedé en cama todo el día, lamentándome porque quería dibujarte todo el tiempo. Quería que cada línea trazada y cada pincelada dada te perteneciera solo a ti.

Te habías metido tanto en mi cabeza que la única manera de sacarte era plasmándote sobre un lienzo. Tenía cada facción de tu rostro grabado, cada detalle, cada parte y por falta de algo no pude pintarte. Me enfermé, creo que de amor y por eso falté.

Ese día, el siguiente y el día después.

Justo cuando estuve a punto de rendirme, cuando pensé que nunca encontraría eso que me faltaba, me di cuenta de algo importante: mi inspiración eras tú.

Corrí a la cafetería con miedo a no encontrarte y casi tiro de la puerta por segunda vez, solo que en esta ocasión por poco me llevo a alguien de paso. Levanté la mirada y nuestros ojos se encontraron.

Eras tú. 

DemenciaWhere stories live. Discover now