Epílogo

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Khan

Consulté en mi brazalete el estado de mi última orden. Bien, otro cabo suelto que había sido eliminado. Columbia ya no sería un problema, no podría decirle a nadie que estábamos juntos en el plan de quitar de en medio a la reina blanca. El delegado de Pholion al que le ordené suicidarse sabía a lo que se exponía, era un buen soldado, y como tal, sabía lo que se esperaba de él. Se tragaría la cápsula de veneno sin siquiera dudar, porque sabía que si una reveladora se ponía a hurgar en su cabeza, todo, absolutamente todo acabaría descubriéndose. Por eso no podíamos permitir que siguiera vivo. En cuanto a Columbia... Ella era igual de peligrosa para mí, sabía demasiado, pero no pertenecía a la orden, ella no se sacrificaría voluntariamente. Es más, vendería a quién fuese para salvarse a sí misma. La única opción era quitarla de en medio nosotros mismos.

Al principio yo solo quería un voto más, el de la casa azul, en el Consejo de los Altos. Pero sé cuando dar un paso atrás, al contrario que Columbia. A mi no me ciega la ira, ni la ambición, solo busco alcanzar un objetivo, y el conseguirlo puede llevar tiempo, y sobre todo tener contratiempos. Una batalla no determina el final de la guerra.

Ahora tenía que encontrar una nueva manera de hacerme con el control del Consejo de Los Altos. Tres votos de cuatro útiles era todo lo que necesitaba, suficiente para conseguir la corona blanca, pero todo eso cambió con la aparición de esa mujer. Primero nos arrebató la corona azul, luego la violeta, y añadió a la casa roja a la ecuación. Con cuatro de siete votos es imposible arrebatarle el control.

Necesitaba un nuevo plan, uno que nos pusiera de nuevo en el camino, pero para trazarlo necesitaba el consejo de alguien más sabio que yo, alguien que conociese la naturaleza humana mucho mejor. Y solo había alguien así, y no me refiero a uno de esos estudiosos amarillos, ellos nunca cederían ante un plan como el que estaba llevando a cabo la orden. La única persona que podía ayudarme estaba en el lugar más impenetrable de Krakatoa.

Tenía la abertura de la cueva natural frente a mí. Los adornos centenarios seguían mostrando el brillo y poder de los siglos pasados, gracias a los devotos al culto que seguían cuidando del lugar y a su líder. El descubrimiento del kupai verde podría haber sido una gran escisión en la religión de nuestro pueblo, pero el "eterno" supo cómo absorber el nuevo objeto de culto y hacerlo propio.

El árbol verde podía ser el origen de los hombres, de la vida en el planeta, pero el "eterno" se convirtió en la máxima expresión de la vida humana, aquel que no necesita una piedra que prolongue su existencia, aquel que se renueva con cada ciclo, aquel que nunca muera. Él ha estado aquí desde antes de la unificación, desde antes de que las primeras tribus empezasen siquiera a luchar entre ellas.

Él nos ha demostrado que el conocimiento, la esencia del hombre, no está sujeta a un cuerpo físico, su inmortalidad va más allá.

Los guardias del umbral al templo me observaron con atención. Sabía que no me atacarían, pues no solo eran fieles devotos al culto, sino que pertenecían a la Orden del Dragón Dormido. Ellos sabían quién era yo, y que mi presencia allí no se discutía, nada de lo que yo hacía era cuestionable, ellos solo debían obedecer, porque yo sabía qué paso había que dar.

Avancé por el túnel en la piedra, sintiendo como el calor exterior quedaba atrás. Avanzaría otros 800 codos hasta llegar a la cámara del "eterno", donde el frío penetraría en mis huesos, recordándome que no soy más que un instrumento al servicio del destino. Ahí donde mi cuerpo perdería facultades por la falta del revitalizante calor, mi sangre circularía más lenta, y mi voluntad estaría sujeta a él.

El eterno nunca abandonaba la cueva, demostrando así que no solo podía resistir, que dominaba su cuerpo por encima de las debilidades de cualquier otro verde, sino que su mente era el auténtico poder.

Las antorchas colocadas alrededor de la gran sala, apenas iluminaban la estancia, dándole un aspecto lúgubre e íntimo al lugar, recordándome el nido en el que nací, en el que nacimos todos los verdes. La diferencia estaba en el calor. El nido en el que se depositaban los huevos para su eclosión, estaba dentro de una gruta caldeada por el aire caliente de las chimeneas, por el que llegaba el calor del volcán. Allí solos, los huevos de la nueva remesa iban eclosionando, y a medida que lo hacían, los recién nacidos aprendían lo dura que es la vida en nuestro planeta. Solo los más fuertes salían de allí, solo los que sobrevivían eran dignos. Y para hacerlo, para sobrevivir, solo había una opción, y era devorar a los demás. Ese instinto primitivo era lo que nos había hecho fuertes, era el que nos había hecho dominar el planeta, subyugar a todas las demás bestias, y era el que nos llevaría a dominar al resto de casas.

Yo no estaba destinado a sobrevivir, pero lo hice. Mi madre pagó con su vida el que yo saliese de aquella cueva, por eso he tratado toda mi vida por demostrarles a todos que su sacrificio no fue en vano. He tratado de honrarla siendo el mejor en todo, en alcanzar aquellos puestos que todos los demás tratan de alcanzar por su propia ambición. Yo debía demostrarles que era mejor, no por mí, sino por mi madre. Y eso fue lo que me llevó a alcanzar el máximo nivel en la Orden, en convertirme en su líder, en la mano ejecutora del eterno.

Él lo supo desde el primer momento, mucho antes de que fuese presentado ante él, el eterno sabía que yo conseguiría grandes cosas. Me guio en los momentos de zozobra, y me animó a continuar cada vez que superaba un obstáculo. Él sabía que algún día sería su siervo más incondicional y eficiente.

—Traes mala cara, joven Mayo. —Su aspecto sí que era malo. Su piel grisácea, sus ojeras marcadas, y la falta de músculo, hacían de él un cadáver andante. Pero esa no era más que una fachada, su auténtico poder estaba más allá de lo que se podía ver.

—Me siento algo desanimado, mi señor. Vengo en busca de inspiración. —Él asintió levemente, mientras me señalaba el escalón a los pies de su trono. Llegar tan cerca de su persona era un privilegio. Me senté sobre la pulida roca, sin apartar la mirada de mi maestro.

—¿Otra vez esa reina blanca? —Le mantenía al corriente de todo lo que sucedía, nuestros planes, aunque a veces las noticias llegaban antes de que yo se las trajera.

—Sí, maestro. Es muy difícil de eliminar, y su ejército está creciendo de forma preocupante. —Me costó reconocer esto último. Pero con los rojos a su servicio, y ahora con tantos ángeles libertos que estarían deseosos de servir a aquella que los había liberado, el ejército verde estaba en desventaja numérica. Y eso, cuando el enemigo está dispuesto a morir, puede ser un gran problema.

—Entonces será mejor que la traigas a mi presencia. —Aquella petición me sobresaltó.

—¡Pero maestro! —Él sonrió, tirando de la tensa piel de sus mejillas.

—Si no puedes con tu enemigo, conviértelo en tu aliado. —Entonces entendí. El eterno tenía un plan que no podía fallar, estaba seguro de ello. La reina blanca se uniría a nosotros, o moriría.

El clan del viento - Estrella Errante 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora