01.

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¿Han sentido que por una vez en sus vidas todo es perfecto y que nadie podrá jamás arrebatarles aquella felicidad inmensa que les llena el alma? ¿Que por primera vez en sus vidas son invencibles y tienen el control de sus propios destinos? Pues tengan mucho cuidado con ese sentimiento. Hablo desde la experiencia cuando les digo que, si esto les pasa, deberían estar atentos. Estos momentos son el proporcional al ojo de la tormenta; esa calma inmutable que se quebranta poco tiempo después, cuando la tempestad se desata para conformar el más inmenso caos.

La primera mañana que experimenté esto me sentía por los aires, como si estuviese caminando sobre espuma o burbujas de jabón. Era tanta mi felicidad que, si estiraba un poco mis dedos, llegaría a tocar el sol. Recuerdo que estaba sentada en un café eligiendo el salón en el que llevaríamos a cabo mi boda. Max, mi novio de años, me había propuesto matrimonio tan solo unas semanas antes y ya nos encontrábamos pensando en todos los preparativos. Queríamos que fuese perfecto.

Al cabo de unos minutos mi hermana menor se sumó a mi campaña, aunque parecía enojada —y esto no era para nada raro cuando se trataba de Lucy—. Sus cabellos largos y rubios enmarcaban a la perfección el rostro de muñeca del que era dueña y sus ojos verdes brillaban de una manera indescifrable. Antes de siquiera preguntar qué le pasaba por la cabeza, me limité a pedirle al mesero que le trajese un capuchino y me apoyé en el respaldo de la silla para analizarla. ¿Qué le había salido mal ahora? Lucy solo se ponía de mal humor cuando algo no resultaba como ella lo planeaba... ¡bien lo sabría yo! Desde que nació nunca pude tener nada propio, ni lindo, ni nuevo, porque ella se apoderaba de todo. Cuando era niña Lucy me hizo sufrir bastante pues tenía a papá y mamá comiendo de la mano, lo que ella dictaba era ley. Eso siempre fue injusto.

Recuerdo que, incluso una vez, no pude ir a mi graduación porque ella —aunque menor— quiso ir con mi vestido y con mi pareja. Fue muy frustrante y doloroso, pasé toda la noche llorando y mis padres no pudieron hacer nada para consolarme. Algo me quedó claro esa vez: ellos preferían lidiar con el corazón de la mayor hecho añicos que con el carácter de la menor si no se salía con la suya. Sé que ningún niño llega con un manual que les enseñase cómo ser padres, pero ellos eran pésimos.

Así que me quedé allí, en silencio, mientras ella esperaba a que le preguntara qué le pasaba. Era increíble cuán egoísta podía ser mi hermana menor; se palpaba en el aire que me iba a lastimar, pero aun así esperaba mi comprensión, perdón y cariño. No le importaba un bledo lo que yo pudiera sentir.

—¿Qué hiciste aho...? —intenté decir, pero mi hermana ya había hecho erupción.

—¡¿Qué tienes tú de especial, eh?! —gritó desaforada con sus ojos saliéndose de sus órbitas. Oh, sí, otro de sus berrinches había comenzado—. ¡Me acosté por medio año con él a tus espaldas y aun así te pidió matrimonio!

—¿Qué has dicho? —Perdiendo todo tipo de cordura la así por la muñeca derecha con una fuerza que se me hizo ajena.

—¡Lo que escuchaste! —gritó y después sonrió con cinismo—. Me acosté con tu prometidito. ¡A ver cómo haces para casarte ahora con...! —Por supuesto, no terminó su preciada oración pues sin darme cuenta le di vuelta la cara de una bofetada. Creo con honestidad que ni siquiera ella se lo esperaba.

—¡Esto fue bajo hasta para ti, Lucille! ¿Tan perra eres? Sabía que eras hueca, egoísta, caprichosa y hasta superficial, pero perra es un nuevo nivel de bajeza para ti. —Le clavé las uñas más y más fuerte por cada palabra pronunciada, mientras sus ojos cambiaban de furia a miedo.

Solté su mano con asco, como si estuviese tocando mierda y por primera vez en mi vida acepté con honestidad que odiaba a mi hermana menor. Durante mucho tiempo intenté no hacerlo, mas esa fue la última gota que derramó el vaso. Me había quitado lo único que en verdad pensé era mío, lo único que pensé me amaba a mí por lo que era. Toda esa felicidad se desmoronaba por culpa del egoísmo de una persona que compartía lazos de sangre conmigo, a quien mal que bien yo llamaba familia.

A la esquina del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora