07.

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La primera mañana fue, sobre todas las cosas, muy movida. Lo recuerdo a la perfección pues esa memoria se grabó en el fondo de mi cabeza para nunca más olvidarlo. Repasando la secuencia de eventos, sé que estacioné el vehículo sobre un lado de la plaza principal y me limité a caminar con tranquilidad las cuadras que me faltaban para llegar a destino pues eran recién las ocho menos cuarto de la mañana. Los pies parecían estar controlados por la biblioteca pues se sentía como si mi cuerpo fuese arrastrado por una fuerza mayor hacia aquel lugar. Se sentía como si el edificio se hubiese convertido en un imán. Creo que ese día habría terminado en aquel sitio, con trabajo o sin él aun cuando carecía de una forma lógica de explicar el porqué de semejante admisión.

Para cuando llegué al recinto las puertas estaban abiertas de par en par y Melinda ya estaba haciendo un rápido inventario para que nada faltase; creo que verme a tiempo la relajó pues se permitió sonreírme a medias mientras me daba los buenos días. Fue tan solo cuestión de segundos hasta que nos decidimos por trazar el plan para aquella jornada. A mí me tocaría sentarme en el escritorio de recepción a revisar el sistema y los primeros libros que comenzarían a ser catalogados de manera digital mientras que ella me iba dictando algunos títulos.

¡La mujer era incansable! Ya para las diez de la mañana varios alumnos del turno tarde de la secundaria se hicieron presentes buscando simples excusas para acercarse al internet disponible del recinto. Parecían buenos chicos y apenas los saludé invitándolos a pasar, devolvieron mi saludo con tanta amabilidad como reparo siendo que era una cara desconocida.

—Los alumnos de la mañana son el último de nuestros problemas —acertó Melinda cuando decidimos tomar un descanso a las doce para almorzar algo ligero y rápido, ya para ese entonces nos habíamos cruzado al restaurant principal que estaba a dos casas de la ferretería del sobrino de Lola.

—¿Sí?

—Sí, ellos nunca causan problemas; creo que la mayor razón es que hasta las seis de la tarde no terminan de cursar; aquí los horarios son algo distintos a la mayoría de las escuelas del país. Tenemos varios chicos y para contenerlos dividimos los horarios en contra turnos; una comisión va durante la mañana al colegio y termina a la una de la tarde mientras que la otra entra a esa hora y sale tipo seis, dándoles el tiempo necesario para llegar a casa y cenar. Los últimos son los que menos tiempo libre tienen cuando oscurece, creo que eso de cierta forma los condiciona a portarse bien.

—Oh, ya veo. —Para mi sorpresa, lo que me acababa de contar tenía sentido.

—Ahora a la una es cuando las cosas se complican un poco; te recomiendo que te quedes en recepción y catalogues. No que no seas capaz, pero los chicos van a precisar su tiempo para esta nueva transición. Lo primero que van a creer es que quieres reemplazar a Todd y mal que bien la biblioteca es un refugio, me gustaría que siguiera siéndolo. Si te impones correrán a juntarse en otro lado; aquí por lo menos los tenemos monitoreados.

—Por supuesto, lo que usted crea mejor para los chicos —contesté contenta y agradecida por alguien que se estaba tomando el sacrificio de invertir su tiempo en guiarme.

Luego de terminar con nuestro almuerzo volvimos a ponernos manos a la obra pues había mucho que hacer si es que queríamos terminar, aquel año, con la reorganización de los libros. Las primeras horas se pasaron volando y con razón, ya que casi nadie se acercó a la biblioteca. Eso me ayudó mucho a concentrarme y para cuando quise acordar ya había subido la mitad de todos los títulos de la sección policial que tenían en aquel pueblo, creo que fueron cerca de trescientos libros los que digitalicé en mi primer día.

Luego de un tiempo algunos adolescentes comenzaron a llegar y se podía palpar su sorpresa y escepticismo cuando posaban sus miradas en mí. Yo me limité a saludarlos y a dejarlos tranquilos en las computadoras o charlando con disimulo entre ellos; haber intentado otro tipo de contacto habría significado arruinar el sentido de aquel refugio que se habían construido.

—Disculpe, señora, ¿sabe dónde han dejado los libros de Agatha Christie? —Se acercó a las cinco de la tarde un chico delgado y de tez de porcelana.

—Oh sí, disculpa, eso fue mi culpa. Estaba pasando todos sus libros al stock de la computadora. ¿Estos te sirven? ¿O ya los leíste? Son los que ya pasé al sistema—contesté algo nerviosa mientras intentaba ser tan eficiente y útil como me fuese posible.

—Muerte en el Nilo, ese es el que quiero. Quedé en el capítulo ocho la última vez.

—Oh, ese está genial —me permití contestar sin pensarlo para luego arrepentirme, ¡se suponía que no tenía que presionarlos!—. Todavía no lo catalogué, pero tómalo; dudo que llegue a terminar con la sección de esta escritora hoy de todas maneras.

—¿Está segura?

—Oh sí, los libros son más útiles cuando alguien los lee, el catálogo puede esperar.

—Bueno, gracias —se limitó a responder con vergüenza mientras se marchaba con el libro bajo el brazo.

Todas mis banderas rojas comenzaron a alzarse cuando el chico se alejó lo suficiente como para sentarse de nuevo en la sección de lectura que contaba de varios sofás, una máquina de café y almohadones. Acomodándose sobre la alfombra del piso se limitó a meterse en sus propias cosas, pero yo no podía dejar de mirarlo por el rabillo del ojo. No sé si fue su cabello algo graso pegado a la frente, la vestimenta oscura con tachas o el andar encorvado que portaba, como si se sintiese tan pequeño en aquel mundo que lo rodeaba, pero algo estaba mal... de eso me encontraba segura. ¿Sería depresión? ¿Aislamiento? ¿Falta de amigos de su propia edad? ¿Presión de sus pares? No podía discernirlo, pero ver al chico tan solitario echado allí leyendo me hizo sentir algo raro en el estómago, como si un animal estuviese rasgando mis entrañas haciéndome saber que me estaba quedando quieta cuando no debería.

—¿Estás bien? —indagó Melinda unas horas después, cuando ya era hora de comenzar a despedir a los chicos para poder cerrar el lugar.

El lector de Agatha Christie había dejado el libro en la recepción y me había indicado que volvería por él al siguiente día si no nos molestaba. Le sonreímos amables diciendo que no había problema alguno mientras él se marchaba con timidez por la puerta principal y aquel animal en mis entrañas comenzaba a hacer de aquel dolor algo imposible de ignorar ya.

—Me siento algo descompuesta: todo comenzó cuando noté a aquel chico que se acaba de ir.

—¿Aaron Flick?

—¿Así se llama? Aaron Flick—repetí más para mí que para ella a la vez que la fiera dentro de mis órganos luchaba con furia contra mis ganas de quedarme quieta.

—Oh, no te preocupes, cualquier adulto siente esa sensación de malestar cuando lo ve. No da señales claras, pero es un chico muy perturbado. Cualquier adulto lo nota y me alegra saber que tus sentidos están alertas, pero no hay nada que podamos hacer por este chico por ahora. Su padre era un alcohólico que lo golpeó durante toda su niñez, cuando lo atraparon cometiendo un robo a mano armada lo encarcelaron y al fin sacaron al niño del infierno del que estaba subsistiendo. Vivía en una ciudad cercana a esta y cuando se quedó sin padre se lo asignaron a su abuelo. Pobre hombre, con sus sesenta y siete años encima no sabe cómo llegar al chico o cómo criarlo; está demasiado dañado y la diferencia generacional es muy grande. Todd le tenía mucho cariño y había logrado acercarse a él, ¿sabes? Esos meses de compañerismo entre ellos fueron los únicos en que la preocupación por Aaron no me descomponía, ya que se lo veía contenido, pero ahora la intranquilidad ha vuelto.

—Es que se nota tan solo y deprimido.

—Lo sé, hemos hablado con los consejeros de su colegio y está siendo monitoreado, incluso la asesora pedagógica charla con él al menos una vez cada quince días para prevenir cualquier locura que se le pase por la cabeza. Ya sabes cómo son los adolescentes algunas veces... encuentran soluciones extremas para acabar con el dolor por el que están pasando.

—Pobre chico... —Me limité a suspirar comprendiendo que era una idiota. Yo —siendo un adulto— me había derrumbado por algo que parecía tan diminuto en comparación al infierno al que él le hacía cara todos los días desde tan temprana edad.


A la esquina del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora