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Mis padres, Lucille y Max se quedaron una semana con nosotros. No voy a decir que fue fácil, pero tener a Austin a mi lado todo el tiempo se convirtió en la clave para que no matase a nadie en el proceso. Durante las mañanas mis cuatro forzosos invitados iban a verme a la biblioteca y ayudaban con el proyecto de los chicos. Siendo mi hermana experta en relaciones públicas y mi madre correctora en una editorial, su ayuda fue más que bien recibida por los adolescentes que no estaban acostumbrados a la gente de la gran ciudad.

Mi madre en menos de un día contactó a su jefe explicando la situación del pueblo y su idea. Este le dijo que si se encargaba de todo él no tendría problema alguno de concretar lo que ella quería; supuse que trabajar por más de veinte años en el mismo lugar le daba a uno la credibilidad que se necesitaba como para pedir un favor así y que se lo concediesen.

Mamá me explicó que lo que quería hacer era una colección de cuentos cortos escritos por los chicos que formaban parte de nuestra iniciativa. Ella editaría los textos y su editorial imprimiría una gran tanda de ejemplares. Era más, su jefe le había prometido enviar una copia a cada participante de la antología y unos cuantos ejemplares más a la biblioteca para la posteridad, todo gratis.

Los chicos se pusieron tan felices por la propuesta como Melinda y yo. En menos de lo que cantaba un gallo todos nos pusimos manos a la obra y para cuando mi madre anunció que quedaba poco para marcharse ya, todo estaba casi listo.

—Estás haciendo un trabajo increíble con estos chicos, Megan. Estoy muy orgullosa de ti —confesó mi madre una noche en que solo quedábamos nosotras despiertas.

Había tirado unos colchones por los distintos cuartos de la cabaña y mis invitados gustosos se quedaron a pasar la noche, ya que pronto les tocaría marcharse. También Austin, gracias a Dios, solo que él ya se encontraba durmiendo en mi cama pues debía amanecer temprano.

—Gracias, mamá, significa mucho para mí.

—Ahora comprendo por qué no te quieres volver. Es la misma sensación que yo tengo al trabajar en la editorial. Desde hace unos años me dejan buscar fuera de hora nuevos escritores con historias que prometan mucho y si encuentro algo bueno, me tienen la suficiente confianza como para dejarlos primeros en la lista de posibilidades. Ya hemos publicado a unos treinta o treinta cinco escritores que no creían tener chances; encontrarlos y que la editorial respondiese a su potencial fue un regalo que como autores nunca hubiesen esperado. Eso es lo que estás sintiendo tú, ¿no? Que estás dándole a otra persona la oportunidad para marcar la diferencia.

—Exacto, no es la misma medida en que lo haces tú, pero al menos siento que es importante.

—Todos son importantes, querida, eso es lo mágico de lo que hacemos. Ningún trabajo que hagas será pequeño si lograste ayudar al menos a una persona. Y debes dejar de pensar tanto en el único chico al que no pudiste ayudar. Estabas entre la espada y la pared, te defendiste. No jugaste a ser Dios, querida, fuiste tan humana como cualquiera de nosotros. Que lo recuerdes es lo que te debe motivar a ayudar a tantas personas como puedas, intenta compensar así al único que no pudiste salvar.

—Gracias, voy a intentarlo con todas mis fuerzas.

—¿Sigues teniendo pesadillas?

—Sí, todavía viene a visitarme en mis sueños y a reprocharme en silencio lo que le hice.

—Bien, vas a tener que buscarte un psicólogo para eso, ¿fui clara? Tu sheriff puede ayudarte muchísimo, pero no es un profesional. No le tengas miedo al psicólogo, te va a dar herramientas que nadie más podrá.

—¿En serio lo crees?

—Estoy segura. Lo único que me molesta de este pueblo es lo aislado que está. ¿Sabías que la próxima ciudad se encuentra a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia? Que esté tan aislado lo hace blanco fácil para las malas nuevas. No sé por qué tengo el presentimiento de que los problemas aquí no han de parar en ningún momento cercano.

A la esquina del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora