27.

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—Pensé que me había disparado a mí. —La voz ronca de James Flick me hizo volver al presente. Su tono había dejado en evidencia la sorpresa y el dolor que estaba sintiendo en ese momento.

¿Qué sucedería desde aquel momento en más? Moverme estaba fuera de la ecuación pues Aaron estaba armado y apuntando a su padre, él podría reaccionar y dispararme a mí en cuestión de segundos. Me pregunté qué haría Bale de estar en mi caso y los nervios atacaron todas mis terminaciones. ¿Reaccionaría intentando disparar al sociópata? ¿Buscaría escabullirse para encontrar reparo? Por más de que pensaba una y mil veces en cuáles serían mis siguientes pasos, jamás me detuve a considerar un factor esencial que estaba pasando de largo: a los dos Flicks.

—¿Por qué mataste a tu madre? ¿Qué te hizo ella además de amarte?

—Como si eso me importara, padre. —La sonrisa y la mirada desquiciada del adolescente me abrieron los ojos.

Aquel chico era incapaz de sentirse conectado con nadie, no solo le faltaba una conciencia, también emociones. Mató a su madre, ¿por qué razón? ¿Qué lo había llevado a hacerle eso a la persona que le había brindado vida?

—La maté porque podía hacerlo, no le busques más trasfondo que eso. ¿Recuerdas la vez en la playa cuando casi se ahoga en el mar y yo la salvé porque era muy bueno nadando? Pues aquella vez no sentí felicidad u orgullo alguno. Había salvado su vida, pero no pude sentir nada placentero al hacerlo.

—Estás loco —le respondió su progenitor sin poder comprender en su totalidad el mensaje que le brindaba su hijo.

—Tal vez, pero todo eso me hizo pensar. Se formó en mí una idea que no pude dejar ir, se convirtió en mi obsesión. Si salvarla no me había causado sentimiento alguno, ¿qué pasaría si la mataba? Así que lo hice y debo admitir que fue la sensación más maravillosa del mundo, tener el poder de decidir si alguien muere o vive, sentir la tibia sangre entre mis manos y ver cómo sus ojos se iban opacando; fue fantástico, me hizo sentir Dios por un momento.

—Estás enfermo. —Su padre, el cual había comenzado a sentir cómo sus brazos comenzaban a temblar debido a la furia que lo invadía, se decidió por aprontar el arma para disparar.

—¿Serás capaz de matar a tu propio hijo? ¿Carne de tu carne?

—¿Qué le hiciste a Todd? —pregunté de repente al darme cuenta de que sentía una gran inquietud en mi ser, como si —para cambiar la rutina—, algo no estuviera bien con él.

—Oh, de eso te enterarás en unos días si sales con vida —dijo sin poder evitar explotar en carcajadas, como si toda aquella locura le hiciera feliz de verdad—. Y ahora, si me disculpas, mataré a mi padre; luego iré contigo, así que no te sientas dejada de la...

Hasta el día de hoy, no puedo comprender del todo bien qué fue lo que pasó aquella noche, pero la verdad es que la sorpresa en los ojos de Aaron me dejó saber que jamás había estado en sus planes. La herida de bala que le estaba haciendo perder sangre en su abdomen le impidió reaccionar del todo.

Con la mano izquierda apretada en la herida y con la derecha apuntándome, me amenazó con la mirada prometiendo acabar con mi vida. Mi mano apretó por sí sola el gatillo una vez más y allí caí en la cuenta que quién le había herido la primera vez había sido yo y no James. ¿Cómo? Supongo que mecanismo de defensa, odio, impotencia, deseos inconscientes de obtener justicia a mano propia, no lo sabía. Justificarme es algo que jamás podré lograr y al haber herido a Aaron, una parte de mí murió con él.

—¿Ves que eres impredecible, Megan Pond? Desde que llegaste al pueblo supe que nuestros destinos estarían entrelazados. ¿Qué se siente matar por primera vez? Se dice que nunca olvidas el rostro de tu víctima inicial, más te vale no olvidarme —susurró con lo último de sus fuerzas y mis lágrimas comenzaron a difuminar la escena a medida que el alma del chico abandonaba poco a poco su cuerpo.

Para cuando quise reaccionar todo en el cuarto giraba, me sentía como si me hubiesen sentado al frente de una montaña rusa invisible y esta me estuviese llevando por todos lados con el único objetivo de marearme. Las manos en mi rostro, el estómago ardiendo como herido por una navaja, la garganta escociendo y la cabeza doliendo como si estuviese en el mismísimo infierno. ¡¿Qué había hecho?! Comencé a gritar como una condenada mientras tiraba la pistola tan lejos de mí como fuese posible. Iniciar una cadena de golpes a mí misma como una desquiciada, intentando infligirme dolor por el pecado cometido, fue lo que empecé a hacer como si la razón me hubiese abandonado por completo.

James intentó pararme, pero no había caso, nada de lo que hiciese sería suficiente como para contenerme; me juré a mí misma y a Dios que no pararía hasta que me castigase. Me odiaba por haber reaccionado. No podría haberlo evitado ni queriendo, pero no lo debería haber hecho. Era un chico, un chico de menos de dieciocho años con tanto que vivir, con tanto que contar. Tal vez con tratamiento, con terapia, con algo él podría haber sido curado; sin embargo, yo apagué esa llama de esperanza de un tirón y sin brindar segundas oportunidades.

Noté cómo Ben llamaba a alguien por teléfono y mientras con James nos peleábamos —él por frenarme, yo por seguir adelante con mi castigo físico—, gente desconocida para mí entró por la puerta de la cocina a tropel. Paramédicos abordaron a Aaron, pero sin esperanza alguna, el chico llevaba varios minutos muerto. Sentí cómo un dolor intenso me atacó en mi brazo derecho y pude notar a uno de los médicos inyectándome algo. En cuestión de segundos mis ojos se aletargaron y los brazos dejaron de responderme. Ya no había más dolor, ni desesperación, ni odio o impotencia. Mi razón sabía que había matado a alguien, pero mi alma era incapaz de sentir algo por las acciones tomadas. Antes de cerrar los ojos del todo pude notar cómo Austin entraba por la puerta, incapaz de decidirse por verme a mí o arrestar a James.

—Él no fue... —fueron las únicas palabras que pude articular antes de caer de lleno en los efectos del tranquilizante.

El resto de esa noche, por más de que la droga que se encontraba recorriendo mis venas debería haberlo evitado, volví a tener otra de mis tantas pesadillas. Como otras veces, me encontraba pobremente vestida en medio de un ambiente gélido. El vestido de raso azul noche que me cubría parecía un chiste, pero pronto dejó de ser el centro de atención, ya que de un segundo al otro uno de aquellos viejos faroles apareció a mi lado.

El Dios frustrado y olvidado me saludó desde las alturas con su tenue luz y por un instante me sentí acompañada en esa miseria ya tan mía que me carcomía el alma. A unos escasos metros de mí otra tenue iluminación se hizo presente junto a una sombra por debajo. No necesitaba enfocarlo, sin siquiera utilizar el rabillo del ojo sabía quién era; lo estaba esperando ansiosa.

Para cuando sus ojos marrones se posaron haciéndome frente, mis músculos se tensaron de manera tal que moverme hubiese sido imposible. Le sonreí tímida y cuando su cuchillo me hirió en el mismo sitio en que le había disparado, sentí que algo de justicia al fin se había llevado a cabo. Al menos en ese sueño, él podía quitarme la vida como yo lo había hecho con él en la realidad.

El farol desapareció y pronto nos encontrábamos parados al borde del muelle de siempre. No fue sorpresivo en lo más mínimo cuando quitó la navaja de mi interior y me empujó para que callera en la negrura del lago. Al fin un poco aliviada, me limité a respirar aquel líquido que sería capaz de rellenar mis pulmones; quería dejar a la muerte cubrirme en su abrazo y que me llevase hacia dónde fuese que se me estuviese esperando mi nuevo destino, mas eso jamás pasó. Por más de que respiraba nada pasaba; seguía viva, como flotando en un inmenso cielo oscuro incapaz de morirme.

Luces enceguecedoras se encendieron de la nada misma impidiéndome ver a mi alrededor, pero los aplausos y las risas dejaron en claro que había regresado a aquel bizarro y terrorífico escenario en que yo era la atracción principal. Sogas se aferraron sin explicación alguna a mis brazos y piernas manteniéndome colgada y pude sentir que, en esa ocasión, matarme no era el plan a llevar a cabo. Oh no, perder la vida ya no me aterrorizaba como antes, ellos se habían dado cuenta de que lo único a lo que en verdad le tenía pánico para ese entonces era a seguir viviendo.


A la esquina del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora