17.

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Volví a tomar un sorbo de vino y cerré mis ojos. Sin notarlo siquiera dejé que mi cabeza se posara sobre una de mis manos y de forma gradual, un viejo recuerdo comenzó a formarse en mi cabeza. En mi antigua memoria pude ver a Lucille de joven, no podía tener más de quince años. Sus ojos verdes lucían llorosos y sus cabellos, que casi siempre se encontraban acomodados, se veían horrendos como si un huracán hubiese pasado por allí.

Resignada me acomodé sobre mi cama y la recibí sin prejuicios, pues mi pequeño terremoto precisaba un poco de consuelo. Tirándose sobre mi falda y abrazando mi cintura, Lucy comenzó a llorar sin siquiera parar un segundo a respirar, esa era su forma de sacar todo el resentimiento que llevaba dentro de ella.

—¿Qué pasó ahora, Lucy? —pregunté comprensiva mientras comenzaba a peinarla a fuerza de mimos.

Lucy seguía siendo un manojo de insultos y maldiciones, lo cual nadie fuera de nuestra familia hubiera creído siendo ella siempre tan perfecta y correcta con los demás. Para cuando las lágrimas cesaron de cursar por sus mejillas y su cerebro ya no podía pensar en otra maldición que escupir con desprecio, mi hermana menor se decidió por contarme los hechos.

Según mi hermana ella no tenía la culpa de ser más bonita que todas las porristas de la escuela. Es más, si sus novios la preferían a ella no era justo que la castigaran: los que debían ser castigados eran ellos, pues solo se marchaba el que en verdad así lo quería. Era increíble cómo Lucy tenía la innata capacidad de creerse sus propias mentiras porque aun siendo cierto que solo se va el que así lo quiere, ella también tenía parte de la culpa por tontear con gente que ya tenía pareja. Ese era el mayor defecto de Lucille y el que siempre la metería en problemas. Si bien compartíamos la misma sangre, ella no podía comprender que no siempre nuestros intereses iban primero... no importaba cuán buena eras para echarle el fardo a otro. Siempre y cuando mi hermana siguiese yendo por la vida lastimando gente a diestra y siniestra por capricho, los problemas la alcanzarían para darle su merecido tarde o temprano.

—Ay, Lucy, ¿cuándo vas a aprender que no puedes tener todo lo que siempre se te antoja? ¿Cuántos golpes más estás dispuesta a recibir con tal de saciar un capricho?

—¡Se supone que eres mi hermana! ¡Se supone que tienes que estar de mi lado! —escupió furiosa buscando enojarse conmigo pues sabía que siempre saldría ganando.

—No, Lucille, mi trabajo es ayudarte y protegerte, pero cuando haces las cosas mal, las haces mal y punto.

—¡Eres tan cruel conmigo! —gritó haciendo puchero a la vez que se sumergía de nuevo en mi falda. Esconder su rostro siempre era la táctica que me vencía y ella lo sabía muy bien. Era imposible resistirse a mi hermana si ella en verdad se lo proponía.

Abrí los ojos una vez más y noté que el agua que estaba hirviendo para los fideos de aquella noche se había rebalsado de la olla. Desesperada corrí a acomodar aquel lío que mi insensatez había permitido y suspiré resignada. Lo que más me dolía de toda esa situación que me había llevado a la fuga era que nunca creí a mi hermana capaz de llegar tan lejos por sus antojos. Por alguna razón extraña jamás se me pasó por la cabeza que sería capaz de hacerme algo de semejante magnitud a mí, nunca a mí. En la vida me vi venir tamaña traición y creo que eso fue lo que más me sacó de eje; esa era la verdadera razón por la que aún no podía perdonarla.

Después de tanto apoyo, de tanta comprensión, de tanta resignación a dejarla hacer lo que se le daba la gana, nunca contemplé la posibilidad de que fuera tan desagradecida como para lastimarme así. Pero bueno, Shakespeare una vez dijo que la mejor forma de ser felices era no esperar nada de nadie; pues así se evita la decepción, la cual no solo es uno de los sentimientos más turbios y oscuros, sino que además de los más difíciles de dejar de lado luego.

Volví a cerrar los ojos y recordé, no sin que doliera, las voces de mis padres pidiéndome que comprendiera, Lucy tenía una personalidad muy fuerte y no pensaba dos veces en las consecuencias de sus actos; según ellos eso no era su culpa. Yo era la hermana mayor por eso era mi deber comprenderla y protegerla siempre, no importaba qué. La mayor problemática que le encontraba al discurso de mis progenitores siempre fue, por supuesto, que solo se trataba de una excusa para que ellos no tuvieran que tomar decisiones importantes en contra de Lucille; ellos jamás tuvieron el coraje que era necesario para hacerlo.

Intentando sacudir de mi cabeza los recuerdos de mi vida pasada que amenazaban con seguir lastimándome, decidí que tomar la mitad del vaso que me quedaba de una sola vez era una buena idea pues precisaba del alcohol para no lanzarme a llorar allí mismo. La llamada que me vi obligada a hacerle a mi hermana había revolucionado mis emociones y las lágrimas se encontraban a flor de piel.

Posando la cabeza hacia atrás obligué a mi mente a concentrarse en parpadear varias veces seguidas tan rápido como fuese posible. Esa era la manera más eficaz de frenar el llanto cuando el orgullo hablaba desde el fondo de mi ser ordenándome que no fuese tan débil. Volví a imaginarlos juntos, a Max enloquecido por el cuerpo de muñeca de Lucille y la mera idea me hizo sentir aún peor pues los espasmos debido al llanto se hicieron presentes en grandes olas llenas de intensidad y dolor.

Parecía ilógico que después de todo lo que había pasado durante esas últimas semanas en Cloverwood, aún tuviera lugar suficiente en mi corazón como para sufrir por aquella perfidia, pero así era. Si había algo que mi corazón no comprendía era de lógica. Me recosté contra la pared mientras forzaba mis pulmones a tomar bocanadas hondas para llenarme del aire que le faltaba. Si acompasaba la respiración pronto todo mi metabolismo lograría estabilizarse.

Creo que sin ser consciente de ello apreté demasiado fuerte la copa de vino pues de un segundo a otro un dolor cortante atacó mi mano izquierda y noté que estaba sangrando. Varios trozos de vidrio se dejaron caer sobre el suelo y me vi obligada a sortearlos con atención estratégica para no lastimarme de nuevo, mala mía andar descalza sabiendo lo torpe que era.

Aprecia el dolor —me dije—, pues este es el que te hace apreciar la vida, el que te hace apreciar que sigues viva. Curé mis heridas tan rápido como un gato lame las suyas y antes de que cantara un gallo ya tenía hasta la copa quebrada en el tacho de basura.

Volví a llenar otra copa de vino y cené estando atenta al hecho de que no estaba sintiendo nada. Me sentía hueca, sin emoción alguna, un estado de automático en el cual entraba cada vez que me negaba a aceptar los sentimientos que querían tomar el mando de mi ser. Con un bocado a medio tragar del fideo más insulso que había hecho en mi vida, enfoqué mi vista en el teléfono celular que sonaba a mi izquierda sobre la mesa.

La pantalla se iluminó dejándome saber que Lucille se encontraba del otro lado intentando alcanzarme. Me sentía algo culpable, mas no lo suficiente como para contestarle. Era hora de que mi hermana sufriera en serio un poco para aprender que había ciertos límites y reglas que también se le aplicaban a ella. Rechacé la llamada no sin antes volver a tomar algo de vino para recobrar mi seguridad. Pronto un mensaje de texto llegó. De parte de ella, obvio, y me sorprendió muchísimo su contenido: Lo lamento, hermanita, sé que no tengo que molestarte, pero precisaba escuchar tu voz. Descansa, te quiero mucho. Creo que esa fue la primera vez que Lucy pidió disculpas sin tapujos, al menos a mí.


A la esquina del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora