28.

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Desperté debido a la desesperación y no pude volver a conciliar el sueño. A las cinco de la mañana una enfermera pasó a hacer el chequeo y descubrió que estaba hirviendo en fiebre, supuse que debido a la misma temperatura mi cuerpo estaba pagando con creces. La cabeza daba vueltas como si estuviese arriba de uno de esos juegos de los parques de diversiones en que te sacudían entero porque sí, los músculos dolían y mis ojos escocían.

Mirar fijo no ayudaba mucho que digamos, pero era mejor que cerrar los ojos. Cada vez que mis párpados bajaban un poco, la imagen de Aaron tirando en el piso sin vida tomaba control de mi mente y me torturaba de una forma que no pensé fuese posible.

—¿Te encuentras bien? —La voz de Austin me sorprendió en un momento en que mi mente se había declarado banca rota de defensas.

—Maté a alguien, jugué a Dios y le quité la vida, ¿tú qué opinas, Bale?

—Creo que lo hiciste como defensa propia y que, además, tu "víctima" era en realidad un sociópata que ya había asesinado antes y estaba deseoso de volverlo a hacer. Hablé con Ben Flick, él atestiguó todo lo que paso, Megan.

—Aun así... aun así lo maté, Austin.

A medida que luchaba por decir aquellas palabras, grandes espasmos comenzaron su ataque como soldados de un pabellón dispuestos a luchar hasta matarme de la angustia. Mi metabolismo pronto sucumbió al sufrimiento y me di cuenta de que tal vez nunca lograría superar aquella nefasta noche.

Los brazos de él, atentos y rápidos, reaccionaron de manera eficaz y espontánea. Su pecho me recibió con su particular calidez y sus susurros de comprensión y apoyo lograron apaciguar la tormenta que se había desencadenado por dentro. Me sentía sucia, oscura, maldita, como si mi interior hubiese sido rellenado con pólvora y esperara el poder de una tenue llama para explotar sin más.

—La primera muerte es difícil para todos y créeme cuando te digo que deseaba que no tuvieses que pasar por ello. Tu alma comienza a carcomerse y se convierte en el bosquejo de la sombra de lo que era antes. Quisiera decirte que algún día el dolor se va, pero no pienso mentirte.

—¿Qué pasa entonces, si el dolor no se va?

—Te acostumbras a ese sufrimiento. Aceptas a esa dolencia como la compañera que es y dejas de verla como el enemigo; se vuelve una parte esencial de ti y, dependiendo del caso, será el recordatorio de que deberías o no arrepentirte de lo que has hecho.

—¡Qué positivo! —le reproché mientras alzaba mi rostro para verlo.

Sus ojos marrones se clavaron en los míos y pude notar que cierta magia emanaba de ellos. Si bien era verdad que eran orbes normales pues los ojos de aquel color eran de los más tradicionales, la forma en que se enfocaban en mí, la forma en que me podía ver reflejada en ellos, eso era hechizante. Saber que yo era la única irradiada de esa manera, allí y por sus ojos logró que el dolor disminuyese al menos por unos instantes.

Su mano derecha se posó en mi mejilla izquierda en forma de una leve caricia y sucumbí al tacto. Se dice que en momento de gran stress, nuestro cuerpo emana una hormona llamada oxitocina, la cual nos empuja a buscar el contacto humano. Me hubiera fascinado que esa explicación biológica se hubiese aplicado a mi caso, pero de ser cien por ciento honesta deseé besarlo con desesperación en aquel momento, con oxitocina de por medio o no.

A medida que con su pulgar exiliaba de mi mejilla a una de mis tantas lágrimas, con sus labios besó mi frente y me sentí desfallecer. No de deseo, ni de ansias, ni de necesidad de tenerle cerca; desfallecí del cansancio, pues como hasta en ese momento el sheriff tenía esa rara habilidad de hacerme sentir protegida y tranquila.

—Es hora de que descanses un poco, Megan.

—¿No estás enojado conmigo? ¿Por no llamarte?

—Luego hablaremos de eso, señorita Pond. —Ahogó una pequeña sonrisa, como si le hubiese tentado con mi último comentario, tal vez el hecho de no haberlo llamado era lo que menos le preocupaba en esos instantes. Después de eso, una negrura imponente me envolvió.

La noche en que Megan Pond se vio forzada a confrontar a su posible verdugo y salió victoriosa, algo dentro del interior de su hermana menor —quien se encontraba a kilómetros y kilómetros de distancia— hizo ruido. Lucille primero sintió culpa, cosa rara en ella, por lo que le había hecho a su hermana. Pensando que tal vez era esa la razón por la cual Megan se le había aparecido en la parte posterior de los párpados al irse a acostar trató dormir un rato más, sin embargo, una hora después del primer recuerdo súbito, Lucy no podía pegar ojo debido a la preocupación. Después de todo, su hermana se encontraba sola en un lugar lejano y desconocido para ambas.

Resignándose a fin de cuentas a no poder dormir, tomó las llaves de su coche y armó un improvisado bolso de viaje. Al fijarse en las últimas redes sociales de su hermana y agradeciéndole al mundo por la invención del GPS, pudo averiguar que se encontraba en un pueblo llamado Cloverwood. ¿Cómo demonios había llegado hasta allí sola? Esa era una pregunta que Lucille pensaba formularle a su hermana mayor cuando por fin la viese cara a cara. Por eso era que la chica se encontraba tranquila, el momento del reencuentro estaba cada vez más cerca y ella no descansaría hasta volver a ver a su "Megs" de una vez por todas.

Para la hora en que el sol se proponía dejar de dormir y brillar para comenzar así un nuevo día, Lucy ya se encontraba a tan solo una hora de su destino. A diferencia de su hermana, la menor de los Ponds era muy habilidosa detrás del volante y poseía unos nervios de acero debido a los años de experiencia. En contraste al recorrido dudoso y torpe de Megan, Lucille había andado la distancia de una manera mucho más efectiva.

A pesar de su talento para manejar un coche, su sistema GPS falló a unos tantos kilómetros de su objetivo y debió parar en el medio de la nada a analizar qué debería hacer. Mapas no tenía, línea en su teléfono para llamar a alguien con internet que la guiara, tampoco. ¿Qué podría hacer? Lucille se enderezó en su asiento del conductor al ver cómo una amable pareja adulta se acercaba por el lado opuesto de la carretera de manera lenta pero certera. Bendiciendo su buena suerte, Lucy bajó el espejo cuando el hombre se le acercó a preguntar si algo andaba mal y se dispuso a charlar.

No obstante, y para su sorpresa, el desconocido sacó de detrás de su espalda un pañuelo blanco y lo forzó en contra de su boca y nariz obligándola a exhalar lo que fuese que se hubiese vertido sobre la tela tiempo antes. Cuando por fin la chica se dejó de resistir y cayó bajo los efectos del formol, el misterioso hombre abrió la puerta, la tomó en brazos y la depositó en el baúl de su vehículo donde su mujer le estaba esperando. Él le pidió a ella que se encargara de volver y tomó el coche de la extranjera para deshacerse de él antes de que alguien más lo viera.

Debido a que aquellas carreteras en verdad no eran muy transitadas durante aquella época del año, pues nada "interesante" sucedía en los alrededores, nadie vio cómo una indefensa mujer fue disminuida y secuestrada por una pareja que simulaba ser inofensiva. 


A la esquina del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora