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* * *


Le dio una fotografía de Marcela a la policía, se dejó caer en el sillón junto a su abuela, quien sostuvo su mano todo el tiempo. Le llamó a Flor para avisar que era probable que no fuera al trabajo al día siguiente. Ella estaba en camino, iba a llegar en cualquier momento, a pesar de que le aseguró que no era necesario.

Quería salir para no sentirse tan inútil, pero no tenía idea de dónde empezar la búsqueda. Sus abuelos le aseguraron que era mejor que se quedara quieto por si había alguna noticia. Él no sabía qué era lo correcto, solo tenía claro que quería a su hija de regreso. Sin ella, su vida no tenía mucho sentido.

Colocó su frente sobre sus palmas con el teléfono frente a él, movía su pie para entretenerse en algo y no golpear al primero que se le pusiera en frente. La puerta estaba abierta y no iba a cerrarla hasta que Marcela entrara.

Recordó su sonrisita de lado por las mañanas y cómo corría con Cacahuate para despertarlo cada sábado. La estrellita que le gustaba que le colocaran por alcanzar un logro y que pegara dibujos por toda la casa. La había regañado una vez por pintar un gato en la pared, pero si ella volvía, si podía estrecharla entre sus brazos otra vez, él mismo decoraría junto a su hija las paredes.

La vecina estaba inundada en lágrimas, dejó que la niña saliera a jugar a la acera y cuando fue a revisar que estuviera bien, ella ya no estaba. Según lo que dijo, fue a buscarla por los alrededores, pero no había rastro de su princesa. El dependiente de una tienda de abarrotes la vio con una mujer de cabellos blancos. ¡Esa mujer solo vivía para atormentarlo! Iba a hundirla tan pronto le trajeran a su pequeña.

Sentía como si una daga se estuviera clavando en su alma. Solo esperaba que estuviera bien, que esa lunática no le hiciera daño.

Escuchó que alguien carraspeó, y sus hombros se relajaron cuando vio a cierta pelinegra parada en la puerta. Fue a su encuentro, y sin importarle si lucía como un demente, la abrazó y hundió la nariz en su cabello. Las lágrimas se precipitaron y sus mejillas se inundaron en un mar de sal. Las gotas caían y él no estaba preocupado por esconderlas.

Ella acarició su espina con delicadeza y le susurró las palabras de aliento que necesitaba.

—Todo va a estar bien, tranquilo, ten fe en que las cosas se van a solucionar —murmuró en su oído como si le estuviera hablando a un animal herido.

Valoraba que estuviera ahí con él, pero la preocupación no lo dejaba confiar en que las cosas se solucionarían. Sin embargo, no dijo nada porque temía herirla, cuando se sentía inseguro, siempre hacía cosas de las que se arrepentía después.

Los minutos pasaron, él no se movió, tenía miedo de romper cualquier cosa que se encontrara a su paso.

—¡Está aquí! —Alguien exclamó desde el exterior, sacándolo de su confusión momentánea. Entendió qué estaba pasando, y la rabia corrió por sus venas.

Se separó de Flor pues no quería que ella sufriera por ese arranque que estaba surgiendo desde su interior y salió para ver si era lo que se estaba imaginando. Hacía mucho tiempo que no se descontrolaba así.

Y sí, una nerviosa Eugenia caminaba con Marcela tomada de su mano hacia él, quien solo quería destrozarla. No le importaba si una vez la había amado o si tenían un vínculo que los uniría siempre, esa mujer iba a escucharlo.



Dejó que se le escapara, lo miró caminar dando zancadas largas, no se necesitaba ser un genio para darse cuenta de que estaba echando chispas y humo, no solo por las orejas, por todos los rincones.

Para mi Flor © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora