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* * *


Afortunadamente nada malo ocurrió, el taxista terminó siendo más inofensivo que un conejo en una jaula. Le contó sus tragedias y le cobró menos dinero de lo que era. Dio las gracias al cielo porque no había sido un loco psicópata secuestrador.

Se quedó quieta, sintiendo cómo corría el aire en esa avenida que conocía muy bien. En la esquina seguía estando esa papelería a la que siempre iba porque le gustaba mirar las hojas de colores y las envolturas de los regalos. Tigger, el gato de sus vecinos, reposaba en una fuente y lamía su pelaje. Su amor por los gatos había surgido gracias a ese animal que iba a visitarla todas las noches, se sentaba en su ventana y dejaba que Flor lo acariciara.

Tigger había estado con ella cuando sus padres se gritaban o cuando llegaba alcoholizada a su cama.

Por un momento se sintió como una tonta y se preguntó si estaba haciendo lo correcto; pero había llegado la hora de enfrentar los problemas y no sacarles la vuelta. Llenó sus pulmones de aire antes de tocar el timbre y lo expulsó cuando su madre apareció frente a ella con la boca abierta.

Se sentía fuera de lugar, hacía mucho tiempo que no los veía, era como si fueran desconocidos, aunque quizá siempre lo habían sido. Ese era el problema.

—Pasa, Flor —pidió la señora, quien llamó a gritos a su esposo. El hombre bajó las escaleras preocupado y trastabilló cuando vio a la pelinegra sentada en uno de los sillones. En un viejo ejemplar que había sido su favorito, le gustaba colgar las piernas y hacerlas bailar como si fueran de trapo.

Ambos estaban tan confundidos que tuvo que morderse la lengua para no decir alguna barbaridad que los hiciera reaccionar. No les quitó la vista de encima, ni siquiera cuando se sentaron a corta distancia y se aclararon la garganta, listos para decir lo que sea que rondaba en sus pensamientos.

No pasó desapercibido para Flor la familiaridad y cercanía con la que ahora se trataban, no estaban abrazados ni mucho menos, pero no había rastro de ese trato hostil que fue parte de su niñez tampoco.

—Esta es una agradable sorpresa, habríamos preparado algo especial... —Empezó su madre con un timbre que no supo identificar. Flor chasqueó la lengua y se preguntó por qué lucía como la madre que siempre quiso, no ese rostro rojo lleno de rabia que la mandaba a su cuarto cuando discutía con su padre. No se veía como esa mujer que le pedía lejanía después de una pelea con el señor Betancourt.

—No vine a una gran cena, solo quiero que hablen o me iré —dijo. Retorció los dedos con nerviosismo y se concentró en sus zapatos, de esa forma no se darían cuenta de lo indefensa que estaba. Le hubiera gustado que Hugo la acompañara, que entretejiera sus dedos con los suyos y les diera un apretón, así ella sabría que si las cosas no salían bien, alguien iba a abrazarla y dejarla llorar en su hombro al final; pero estaba sola, como siempre, y debía ser fuerte porque no hay mejor manera para sobrevivir que esa.

No necesitaba a nadie, ni siquiera si esa persona llenaba sus pulmones de aire y le enseñaba a respirar.

Sus padres se miraron perdidos por un instante, pero se recuperaron.

—Nos arrepentimos a penas te alejaste por la calle —susurró su padre, a pesar de que no se atrevía a levantar la mirada, sintió la intensidad de sus ojos atentos en ella—. Salimos a buscarte, pero no te encontramos y dejamos de hacerlo pensando que un día regresarías. De verdad creí que volverías y entonces podríamos pedirte perdón e ir a terapia, recuperarnos, pero nunca volviste y supe que jamás nos perdonarías. Te habíamos fallado, siempre lo hicimos, ¿por qué lo harías? Cuando encontramos a Rodrigo hace unas semanas, sentado en ese parque con una botella de agua y jabón, contando las monedas que había juntado después de limpiar las ventanas de los coches, chocamos contra la realidad. Tú desapareciste y no nos esforzamos por encontrarte, pensar que fuimos tan injustos nos desmoronó, debimos apoyarte. Tú podías estar muerta por nuestra culpa, Rodrigo no tiene padres, pero tú sí y te dimos la espalda.

Un nudo se formó en la garganta de la pelinegra, quien comenzaba a sentir los ojos húmedos y la nariz floja. Iba a llorar y no quería hacerlo. Que lo sintieran no significaba nada, no borraba todo el dolor que tuvo que tragarse para poder ser la persona que siempre quiso.

—¿Quién es Rodrigo? —Fue lo único que pudo decir para no gritar y llorar delante de ellos.

—Tu hermano —contestó su madre en un murmuro.

Así que era eso, no es que estuviera embarazada, habían adoptado. Rodrigo era el niño de la calle y ellos lo acogieron.

—Queremos empezar de nuevo, formar una familia, una en donde tú eres muy importante. —Era todo, Flor no podía escuchar más.

—Me voy. —Se puso de pie como un resorte, y se dirigió a la salida sin averiguar si la seguían o no, necesitaba aire, debía respirar o se ahogaría.

El frío de la noche la cobijó como aquel día que tuvo que refugiarse en algún lugar porque sus padres ya no la querían más, como si el amor a un hijo acabara de un momento a otro y por un error. Recordó que caminó por las avenidas llorando, lamentando sus pérdidas, pero ahora se sentía más seca que nunca.

No podía fingir que todo estaba bien porque nunca lo estaría, no podía alegrarse por ese pequeño porque tendría lo que ella siempre quiso, no podía llegar a un lugar seguro porque era insegura por dentro. Y él no estaría ahí y quizá nunca lo haría pues también la había herido.

Más allá de las cuatro de la madrugada entró a su departamento y se quitó los zapatos. En medio de la oscuridad se recostó en su cama que emitió un rechinido debido al peso y se quedó mirando a la nada hasta que el sol comenzó a asomarse.

Ignoró las llamadas e hizo como si no le importara que él la estuviera buscando. Flor dejaba que la gente se acercara y siempre la herían, tal vez la solución era quedarse sola, así nadie podría causarle más dolor.




Mierda, mierda, mierda, la había jodido. La había súper jodido. ¿Por qué tenía que ser tan idiota cuando se enojaba?

No solo se comportó como un cretino, también dejó que se marchara sola en medio de la noche, ¿qué tal que le pasaba algo? Todo iba a ser su culpa por no controlarse y jamás se lo perdonaría.

La llamó una y otra vez, incluso fue a su departamento y tocó en la madrugada, pero nadie respondió y comenzaba a ponerse ansioso. El lunes en la mañana, entró apresurado, necesitando comprobar que estuviera bien, quería explicarle y pedirle perdón por las palabras tan groseras que le había dicho, no se dio cuenta de lo que había hecho hasta que su abuela le gritó para que dejara de comportarse como un niño en una rabieta.

Puso un pie en la oficina y pudo relajar la espalda, ahí estaba ella moviendo los dedos en el teclado como alguien que sabía lo que hacía. No lo reconoció cuando se aproximó, tampoco cuando se detuvo frente a su escritorio, no se alarmó pues se lo merecía hasta que lo ignoró cuando Hugo dijo su nombre.

Flor simplemente siguió con lo suyo como si él no estuviera apoyado en su mesa mirándola con fijeza y llamándola.

¡Perfecto! Ahora la mujer que amaba no quería hablarle ni verlo. Se había esforzado para que lo mirara y ahora la estaba perdiendo.

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LOS QUIERO *-*

Si acabo otro capítulo, lo subo hoy mismo :B gracias por esperarme.

Para mi Flor © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora