PRÓLOGO.

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El aire parecía ser más escaso cada vez. Aquel lugar, a pesar de ser tan lujoso y grande, le causaba al hombre sentado a la mesa de madera fina, un dolor de cabeza intenso, aunado a la insoportable claustrofobia que lo abrazaba y no le permitía respirar con paz. Y era consciente de que no era más que miedo a permanecer sentado, con aspecto frágil, en esa casa tan aterradora, o tal vez... a su dueño, que pecaba de tener un aspecto bestial.

No quiso moverse en absoluto de la silla en la que lo habían plantado, mientras el señor Voinchet servía una copa de vino para cada uno sobre la barra de alcohol que tenía para sí. Y al saborear el contenido de aquella copa de cristal, supo que estaba metido en problemas, porque una reserva del dos mil seis, de Alban Estate Roussanne -el preferido del señor Voinchet-, no se le daba a la gente que venía de visita casual.

El aire tenso se podía percibir, y el silencio sepulcral le acuchillaba la audición como nada nunca lo hizo. El hombre lo miró durante lo que le pareció una eternidad y luego dejo reposar la copa de cristal sobre la mesa. El señor Voinchet se sentó frente a él y le dedicó una mirada severa.

-Entonces, dime, Bernard -exigió, y la voz no le tembló en ninguna palabra.

Por el contrario, al saber que estaba en su casa, el hombre tenía una ventaja descomunal sobre el pobre hombre que llegó a verle. Al hombre se le erizaron los vellos de la nuca con solo oírle hablar y se obligó a tomar otro sorbo de vino para darse un poco de valor para hablar. Lo que tenía que decir no era algo que le iba a agradar a semejante magnate, temía por su seguridad, temía por su familia, y egoístamente, temía por él mismo.

-Verás, mi querido amigo, Voinchet, tengo un enorme problema -inició a decirle, y a pesar de no sonar seguro, su voz seguía siendo potente-. Nos han desterrado de mi vieja mansión, aquella que hipotequé a nombre de mi pequeña hija, y nos hemos tenido que mudar a una horrible cabaña de granjita que pertenecía a mi hermana. El dinero cada vez es más escaso para nosotros. Mis hijas no hacen mucho, y a pesar de que mis hijos trabajen, el dinero no nos alcanza para todo lo que necesitamos en casa.

El señor Voinchet solo pudo tomarse como un insulto cada una de las palabras que el ruin señor Foissard profirió. Era una falta completa de respeto, de honor y de dignidad. Se había presentado temprano a su casa, soltando palabreríos amistosos y cuentos bobos sobre sus horribles hijas que solo podían ser malcriadas y tontas, para decirle que aquel dinero que le había prestado años atrás para construir un hogar con su mujer, preciosa y educada, no iba a ser devuelto, ¡y perdió la casa!

Y, aun así, contrario a lo que ameritaba la situación, el señor Voinchet, decidió calmarse. Sorbió su amarga bebida, y esperó un segundo para escuchar qué más tenía por decir el viejo descarado que lo había visitado.

-Necesitaré algo de tiempo... ahora que perdimos la mansión, necesitaré más dinero para poder recuperarme -simplemente continuó, y le pareció que ya era suficiente con tantas palabras, pero el hombre siguió hablando-. Y sabes que somos amigos. Creo que podrías considerar perdonarme este desliz... y si puedes, prestarme algo más de dinero.

Su ceja se elevó por un segundo, y mientras sus preciosos ojos azules escudriñaron al señor Foissard, solo pudo sentir vergüenza y asco. Era un viejo viudo y alcohólico, con un par de hijas tontas y malcriadas, y un trío de hijos vagabundos que no servían para nada más que para cometer vandalidades. Y no sabía llevarse más que decepciones, al igual que Voinchet.

-No me sorprende que te hayan quitado todo -espetó, tajante y sin algún ápice de emoción por demostrar-. Amelia y Anabelle son un par de bobas, y tus hijos se la pasan haciendo lo que quieren porque nunca aprendiste a educarlos correctamente. Y tú solo te vuelves cada vez más viejo y demacrado, desterrado incluso de tu hogar, ¿qué te hace creer que mereces que te dé más tiempo, y todavía más loco, dinero?

-Sé que no lo merezco, pero te prometo que lo pagaré...

-Te he dado más de tres años, Foissard -le recordó, con cansancio-. Y me alegro de que hayas venido, porque te voy a dar un ultimátum... Quiero ese dinero en mis manos cuanto antes, o tú y tu familia, que de corrupta peca, estarán en la cárcel un largo tiempo.

Al hombre se le heló la sangre de solo pensar en la vergüenza que eso le supondría. En un pueblito tan pequeño las cosas se sabían en un dos por tres, y sus hijas -más bien Amelia y Anabelle- que estarían decepcionadas de él, se darían de inmediato la tarea de humillarlo y negarlo ante la sociedad. Sus tres hijos lo odiarían, y su pequeña Amaia... la pequeña boba, no iba a ser de mucha ayuda porque lo seguiría hasta el final de los tiempos y solo empeoraría la situación. No podía permitirse aquella situación.

-A menos que...

A Foissard se le hizo hinchó el pecho de felicidad al escuchar esa corta frase salir de la boca del impresionante hombre frente a él. Sabía que algo malo traía en manos, pero en esos momentos, cualquier cosa no sería tan mala como lo que se había imaginado.

- ¿A menos que... qué? -Lo incitó a seguir, entusiasmado-. Dime, querido amigo, Voinchet.

Dentro de la mente del magnate no había más que ganas de enseñarle una lección a ese viejo desvergonzado y a su familia. Recuperar el dinero no era lo más importante, él quería demostrarle que, por una vez, no iba a salirse con la suya porque él era quien mandaba ahora.

-Dame algo de verdadero valor; algo que valga el dinero que te he dado -ordenó. Y quería saber qué tan lejos podía llegar con esto. Era un reto para él mismo-. Quiero algo que me sea útil.

Se lo pensó bien antes de hablar. Cuatro caballos flacos y tres vacas lecheras no eran suficiente para cubrir el dinero que le debía, ni siquiera la mitad. No podía darle la casita en la que ahora vivían porque entonces vivirían en las penumbras, en plena nevada, y no le pertenecía del todo. Así que, tras un rato de deliberación intensa, volvió a su mente la desesperación de sus dos hijas menores por conseguir un buen partido, y a su vez, quiso sacar provecho de ello. La sonrisa no se le escapó del rostro cuando su voz se escuchó segura por primera vez.

-Podrás casarte con una de mis hijas -sugirió-. Podrás tener a una de ellas, ¡a la más bonita de ellas! A quien más te guste, mi querido amigo, Voinchet.

- ¿A una de tus hijas? -El ojiazul solo pudo soltar una carcajada sardónica, y negó con la cabeza-. Estás loco de remate; dame algo de verdadero valor.

Eso le ofendió, sus facciones lo dieron a entender, y al magnate le alegró.

-Te estoy ofreciendo una mujer; alguien bella que te acompañe en la vida -le explicó-. Alguien que estará contigo siempre. Mi amigo, sabes que mis hijas son dignas de cualquier hombre...

«Yo no soy cualquier hombre», se dijo a sí mismo, y quiso hacerle saber que era suficiente con su charlatanería. Y fue solo entonces que vio la desesperación en los ojos del loco Foissard. De verdad creía que lo enviaría a la cárcel por no pagar un dinero que llevaba perdido hacía varios años. Eso lo llevo a compadecerse, pero no se lo demostró.

Aquel hombre era un descarado, una basura sin valor, y lo demostraba orgulloso al vender a una de sus hijas por la triste cantidad de cinco mil euros. Una casa en medio de la nada era más cara que eso.

A Voinchet no le importaba, no quería a ninguna de esas muchachas. Ninguna de ellas tenía gracia, belleza o educación por demostrar, no eran mujeres encantadoras o siquiera amables, y si sabían francés era solo porque esa es su lengua natal. Él quería más. Una mujer agraciada, educada, amable, inteligente y que pudiera hablar cualquier idioma que él también. Una mujer de la que se pudiera enamorar de verdad.

Pero quería darle una lección a ese viejo desvergonzado.

-De acuerdo -concedió finalmente-. En una semana pasaré a tu casa; elegiré a una y la traeré conmigo a mi mansión a vivir conmigo.

- ¡Maravilloso! -Saltó con entusiasmo. La alegría no cabía en su desnutrido cuerpo.

-Pero ni tú, ni sus hermanos podrán volver a verla -le hizo saber.

No rechistó. El frío de la cárcel no se podía comparar con la calidad de vida que el gran Voinchet le daría a su hija. Y tampoco es que le importaran demasiado.

Belleza y RencorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora