3: Familia.

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La semana pasa realmente lenta, a pesar de que quiero que lo haga, no me gusta. El pequeño negocio de las flores dejó de estar y mis preciosos jardines de colores fueron cambiados por largas hileras de frijoles verdes.

Mis hermanos se abstienen de hablarme, excepto Sean, que siempre ha sido un ángel conmigo. Mi padre se abstiene de hablarme de más y yo, como siempre, trato de hacer conversación con ellos. Pero parecen odiarme. Es como si a partir del día en el que me ofrecí para ir con el señor Voinchet hubiese desaparecido de la casa. O peor, de la tierra.

Las noches no eran mejores que los días. Para el final de la semana, todo el pueblo estaba enterado de que había sido "vendida" y de que me iría en cuanto el comprador "ruso" viniera por mí. Varios rumores se esparcieron por Pèrouges, y lo incómodo de la situación se volvió peor cuando Branden se vio relacionado en aquello.

El domingo por la tarde, justo cuando cerraba el local definitivamente, Branden se acercó a mí y se puso de rodillas antes de sacar un precioso anillo de lo que parecían ser diamantes incrustados. Me propuso matrimonio y me dijo que se haría cargo de "mi bebé". Y yo me reí durante un largo rato, aunque me sentí humillada.

Que estaba embarazada y me habían vendido a un ruso para que no les causara vergüenza, que mi familia estaba en problemas económicos terribles y que por ello me vendieron -y aunque era cierto, no fue exactamente así-. Que Amelia estaba embarazada y que yo me alejaría con el bebé para ayudarle. Y un sinnúmero de estupideces más rumoraban. Las personas que me miraban con amabilidad durante las mañanas mientras cargaba mi canasta con rosas ahora me miraban con lástima y hasta se acercaban a tocar mi estómago, diciendo que sentían mi bebé moverse, aunque no tenía panza; y tampoco estaba embarazada.

No quise aclarar nada, ellos no necesitaban explicaciones, y me encantaba ver sus expresiones de desconcierto al verme. Era como si de pronto, yo fuera alguien exageradamente importante para ellos. El bibliotecario era el único que sabía que todo aquello era un invento tonto con el que los mercaderes se entretenían y yo concordaba con él.

El lunes devuelvo el libro al bibliotecario, y paso por la taberna de Yurianne para hablar con Sean sobre un par de cosas. Y sin necesidad de que entre, lo encuentro medio borracho saliendo de la entrada del bar. Me dedica una sonrisa ladina y enreda su brazo alrededor de mis hombros, sosteniéndose con fuerza.

- ¡Amaia, hermanita! -Exclama-. Uy, pero que bonita eres. ¿Me llevas a casa, por favor?

Sin pensármelo dos veces lo llevo a casa, porque es lo que creo correcto. No nos detenemos por nada del mundo y no es sino hasta que estamos en la entrada de la puerta que noto que hay dos maletas al lado de la puerta.

Dejo a Sean en su cama, sollozando porque perdió un trozo de pan y bajo casi corriendo a saber de qué se tratan esas maletas. Las abro con cuidado, temiendo encontrarme con algún animal espantoso, y sin embargo, lo que encuentro es la ropa de mamá y la mía junta.

Sé de inmediato que esto ha sido una obra de Anabelle, que aparentemente me odia a partir de ahora, y el coraje que se extiende en mis venas es alarmante. Llevo las maletas adentro y las dejo a un lado de las escaleras antes de subir a la que podría ser la habitación que compartía con mis hermanas. Todo está en orden, todo excepto mi parte.

Cuando tenía dieciséis años decidí que quería tener el rincón al lado de la ventana que no podía cerrarse para que mis hermanas estuvieran cómodas y mi padre pudiera dormir en paz sin sus gritos o sus quejas, y ahora me hacen esto. La camilla -vieja y demacrada- está desvestida, mi parte del armario es ocupada por unos lindos vestidos que yo no les había visto nunca y entonces lo noto.

Belleza y RencorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora