Capitulo 3° La devoradora de hombres

10.9K 70 2
                                    

    –Allá lo esperaré –díjole Santos, y al día siguiente partió para Altamira.
    Por el trayecto, ante el espectáculo de la llanura desierta, pensó muchas cosas: meterse en el hato a luchar contra los
enemigos, a defender sus propios derechos y también los ajenos, atropellados por los caciques de la llanura, puesto que
doña Bárbara no era sino uno de tantos a luchar contra la naturaleza; contra la insalubridad, que estaba aniquilando la
raza llanera; contra la inundación y la sequía, que se disputan la tierra todo el año; contra el desierto, que no deja
penetrar la civilización.
    Pero no eran propósitos todavía, sino reflexiones puras, entretenimientos del razonador, y a una optimista, sucedía
inmediatamente otra contradictoria.
    –Para llevar a cabo todo esto se requiere algo más que la voluntad de un hombre. ¿De qué serviría acabar con el
cacicazgo de doña Bárbara en el Arauca? Reaparecería más allá bajo otro nombre. Lo que urge es modificar las
circunstancias que producen estos males: poblar. Pero para poblar, sanear primero, y para sanear, poblar antes. ¡Un
circulo vicioso!
    Mas, he aquí que un sencillo incidente: el encuentro con el Brujeador y las palabras con que el bonguero le hizo ver
los peligros a que se expondría si intentaba atravesársele en el camino a la temible doña Bárbara, ponen de pronto en
libertad al impulsivo postergado por el razonador, y lo apasionante ahora es la lucha.
    Era la misma tendencia de irrefrenable acometividad que causó la ruina de los Luzardos; pero con la diferencia de
que él la subordinaba a un ideal: luchar contra doña Bárbara, criatura y personificación de los tiempos que corrían, no
sería solamente salvar Altamira, sino contribuir a la destrucción de las fuerzas retardatarias de la prosperidad del Llano.
    Y decidió lanzarse a la empresa con el ímpetu de los descendientes del cunavichero, hombres de una raza enérgica;
pero también con los ideales del civilizado, que fue lo que a aquéllos les faltó.

    ¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca –decían
los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre: «ahí mismito, detrás de aquella mata». De allá
vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india,
su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes.
    En las profundidades de sus tenebrosas memorias, a los primeros destellos de la conciencia, veíase en una piragua
que surcaba los grandes ríos de la selva orinoqueña. Eran seis hombres a bordo, y al capitán lo llamaba «taita», pero
todos –excepto el viejo piloto Eustaquio– la brutalizaban con idénticas caricias, rudas manotadas, besos que sabían a
aguardiente y a chimó.
    Piratería disimulada bajo patente de comercio lícito era la industria de aquella embarcación, desde Ciudad Bolívar
hasta Río Negro. Salía cargada de barriles de aguardiente y fardos de baratijas, telas y comestibles averiados, y
regresaba atestada de sarrapia y balatá. En algunas rancherías les cambiaban a los indios estas ricas especies por
aquellas mercancías, limitándose a embaucarlos; pero en otros parajes, los tripulantes saltaban a tierra sólo con sus rifles
al hombro, se internaban por los bosques o sabanas de las riberas y cuando volvían a la piragua, la olorosa sarrapia o el
negro balatá venían manchados de sangre.
    Una tarde, ya al zarpar de Ciudad Bolívar, se acercó a la embarcación un joven, cara de hambre y ropas de mendigo,
a quien ya Barbarita había visto varias veces parado al borde del malecón, contemplándola con ojos que se le salían de
sus órbitas, mientras ella, cocinera de la piragua, preparaba la comida de los piratas. Dijo llamarse Asdrúbal, a secas, y
propúsole al capitán:
    –Necesito ir a Manaos y no tengo para el pasaje. Si usted me hace el favor de llevarme hasta Río Negro, yo estoy
dispuesto a corresponderle con trabajo. Desde cocinero hasta contador, en algo puedo serle útil.

    Insinuante, simpático, con esa simpatía subyugadora del vagabundo inteligente, prodújole buena impresión al
capitán y fue enrolado como cocinero, a fin de que descansara Barbarita. Ya el taita empezaba a mimarla: tenía quince
años y era preciosa la mestiza.
    Transcurrieron varias jornadas. En los ratos de descanso y por las noches, en torno a la hoguera encendida en las
playas donde arranchaban, Asdrúbal animaba la tertulia con anécdotas divertidas de su existencia andariega. Barbarita
se desternillaba de risa; mas si él interrumpía su relato, complacido en aquellas frescas y sonoras carcajadas, ella las
cortaba en seco y bajaba la vista, estremecido en dulces ahogos el pecho virginal.
    Un día le deslizó al oído:
    –No me mire así, porque ya mi taita se está poniendo malicioso.
    En efecto, ya el capitán empezaba a arrepentirse de haber acoplado al joven, cuyos servicios podían resultarle caros,
especialmente aquellos, que no se los había exigido, de enseñar a Barbarita a leer y escribir. Durante estas lecciones, en
las cuales Asdrúbal ponía gran empeño, letras que ella hacia llevándole él la mano los acercaban demasiado.
    Una tarde, concluidas las lecciones, comenzó a referirle Asdrúbal la parte dolorosa de su historia: la tiranía del
padrastro, que lo obligó a abandonar el hogar materno, las aventuras tristes, el errar sin rumbo, el hambre y el
desamparo, el duro trabajo de las minas del Yuruari, la lucha con la muerte en el camastro de un hospital. Finalmente, le
habló de sus planes: iba a Manaos en busca de la fortuna, ya estaba cansado de la vida errante, renunciaría a ella, se
consagraría al trabajo.
    Iba a decir algo más; pero de pronto se detuvo y se quedó mirando el río que se deslizaba en silencio frente a ellos, a
través de un dramático paisaje de riberas boscosas.
    Ella comprendió que no tenía en los planes del joven el sitio que se imaginara y los hermosos ojos se le cuajaron de
lágrimas. Permanecieron así largo rato. ¡Nunca se le olvidaría aquella tarde! Lejos, en el profundo silencio, se oía el
bronco mugido de los raudales Atures.
    De pronto, Asdrúbal la miró a los ojos y preguntó:
    –¿Sabes lo que piensa hacer contigo el capitán?
    Estremecida al golpe subitáneo de una horrible intuición, exclamó:
    –¡Mi taita!
    –No merece que lo llames así. Piensa venderte al turco.
    Referíase a un sirio sádico y leproso enriquecido en la explotación del balate, que habitaba en el corazón de la selva
orinoqueña, aislado de los hombres por causa del mal que lo devoraba, pero rodeado de un serrallo de indiecitas núbiles,
raptadas o compradas a sus padres, no sólo para hartazgo de su lujuria, sino también para saciar su odio de enfermo
incurable a todo lo que alienta sano, transmitiéndole su mal.
    De conversaciones de los tripulantes de la piragua sorprendidas por Asdrúbal, había descubierto éste que en el viaje
anterior aquel Moloch de la selva cauchera había ofrecido veinte onzas por Barbarita, y que si no se llevó a cabo la
venta, fue porque el capitán aspiraba a mayor precio, cosa no difícil de lograr ahora, pues en obra de unos meses la
muchacha se había convertido en una mujer perturbadora.
    No se le había escapado a ella que tal fuera la suerte a que la destinaran; pero hasta entonces todo el horror que la
rodeaba no había alcanzado a producirle más que aquel sentimiento, miedo y gusto a la vez, originado de las torpes
miradas de los hombres que con ella compartían la estrecha vida de la piragua.
    Pero al enamorarse de Asdrúbal se le había despertado el alma sepultada, y las palabras que acababa de oír se la
estremecieron de horror.
    –¡Sálvame! ¡Llévame contigo! –iba a decirle, cuando vio que el capitán se les acercaba.
    Traía un rifle, y dijo, dirigiéndose a Asdrúbal:

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora