Capitulo 7° El familiar

4.5K 34 1
                                    

«...Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures... De pronto cantó el yacabó...»    Noche de luna llena, propicia para los cuentos de aparecidos. Bajo los techos de los caneyes o encaramados en los
tramos de las puertas de los corrales, siempre hay entre los vaqueros alguno que hable de los espantos que le han salido.
    La ambigua claridad del satélite, trastornando las perspectivas, puebla de duendes la llanura. Son las noches de las
pequeñas cosas que de lejos se ven enormes, de las distancias incalculables, de las formas disparatadas. De las sombras
blancas apostadas al pie de los árboles, de los jinetes misteriosos, inmóviles en los claros de sabana, que desaparecen de
pronto cuando alguien se queda mirándolos. Noches de viajar «con el escalofrío de capotera y la Magnífica en los
labios» –según decía Pajarote–. Noches alucinantes en que hasta las bestias duermen inquietas.
    En Altamira, siempre era Pajarote quien contaba los casos más espeluznantes. La vida andariega del encaminador
de ganados y la imaginación vivaz suministrábanle mil aventuras que narrar, a cual más extraordinaria.
    –¿Muertos? A todos los que salen desde el Uribante hasta el Orinoco y desde el Apure hasta el Meta, les conozco
sus pelos y señales –solía decir–. Y si son los otros espantos, ya no tienen sustos que no me hayan dado.
    Las almas en pena que recorren sus malos pasos por los sitios donde los dieron; la Llorona, fantasma de las orillas
de los ríos, caños o remansos, y cuyos lamentos se oyen a leguas de distancia; las ánimas que rezan a coro, con un
rumor de enjambres, en la callada soledad de las matas, en los claros de luna de los calveros, y el Ánima Sola, que silba
al caminante para arrancarle un padrenuestro, porque es el alma más necesitada del Purgatorio; la Sayona, hermosa
enlutada, escarmiento de los mujeriegos trasnochadores, que les sale al paso, les dice: «Sígueme», y de pronto se vuelve
y les muestra la horrible dentadura fosforescente, y las piaras de cerdos negros que Mandinga arrea por delante del
viajero, y las otras mil formas bajo las cuales se presenta, todo se le había aparecido a Pajarote.
    Nada tenía, pues, de sorprendente que aquella noche, abandonado de pronto el cuatro que punteaba, anunciara que
había visto al «familiar» de Altamira.
    Según una antigua superstición, de misterioso origen, bastante generalizada por allí, cuando se fundaba un hato se
enterraba un animal vivo entre los tranqueros del primer corral construido, al fin de que su «espíritu», prisionero de la
tierra que abarcaba la finca, velase por ésta y por sus dueños. De aquí veníale el nombre de familiar, y sus apariciones
eran consideradas como augurios de sucesos venturosos. El de Altamira era un toro araguato que, según la tradición,
enterró don Evaristo Luzardo en la puerta de la majada, y decíanle también «el Cotizudo» por atribuírsele grandes
pezuñas de toro viejo vueltas flecos, como cotizas deshilachadas.
    A pesar de que allí no era costumbre tomar muy en serio las visiones de Pajarote, a un mismo tiempo dejaron de
oírse las maracas que sacudía María Nieves, y se enderezaron en sus chinchorros Antonio y Venancio. Sólo Carmelito
permaneció indiferente.
    Pero algo más que simple curiosidad revelaba la expresión de Antonio. Hacía muchos años que no se aparecía «el
Cotizudo», tantos cuantos eran los de la adversidad que se había ensañado con los Luzardos, de modo que entre los
habitantes actuales del hato sólo su padre –el viejo Melesio– recordaba haber oído hablar, allá en su infancia, de las
frecuentes apariciones del familiar al propio don José de los Santos, que fue el último de los Luzardos que disfrutó de
prosperidad. De atenerse a la leyenda, y si Pajarote no mentía, la aparición anunciaba la– vuelta de los buenos tiempos
con la llegada de Santos.
    –Echa el cacho, Pajarote, a ver si te lo podemos creer. ¿Cómo fue la cosa?
    –A la tardecita, cuando venía recogiendo los mautes, caté de ver por el boquerón de La Carama, allá en Médano El
Tigre, un toro araguato echándose tierra en medio de un espejismo de agua. Era como oro molido el polvero que

levantaba, y no podía ser otro sino «el Cotizudo», porque al leco que le pegué desapareció como si se lo hubiera tragado
la sabana.
    Venancio y María Nieves cambiaron miradas, con las cuales cada uno exploraba la credulidad del otro, y Antonio se
quedó pensativo:
    –Nada le falta al cuento: entre dos luces, echándose tierra en medio de un espejismo de aguas. Así es como dice el
viejo que y que siempre se aparecía el familiar... Pero este Pajarote no cobra por decir mentiras... Sin embargo, ¡quién
quita!... Además, las cosas son verdad de dos maneras: cuando de veras lo son y cuando a uno le conviene creerlas o
aparentar que las cree. Eso de que se haya aparecido «el Cotizudo» viene como mandado a hacer para que esta gente
coja confianza en Santos, sobre todo Carmelito, que es de los hombres más necesarios aquí, contimás ahora que doña
Bárbara se va a abrir en pelea, según lo da a entender la sonsacada de los peones balbineros.
    Y ya iba a poner por obra lo que se le había ocurrido para aprovechar el cuento de Pajarote, cuando María Nieves,
incorporándose en su chinchorro, le quitó la palabra:
    –Diga, vale Pajarote: ¿eso lo vio usted, o se lo han contado?
    –Con estos ojos que se han de comer los zamuros –prorrumpió el interpelado, con su hablar a gritos–. Porque lo que
es a mí no me entra el gusano ni después de muerto, ni tampoco soy de los que se van a pudrir, como Dios manda,
quietecitos dentro del hoyo, según me lo tiene anunciado don Balbino, que ahora también se las está echando de brujo,
por no quedarse atrás de la mujer, y asegura que voy a morir de mala muerte, en un paso de mata, y todo porque sabe
que le estoy llevando la cuenta de lo que manotea, en una tarja que ya está cuajadita de rayas.
    –¡Ya se le entabaron los bichos! –exclamó Venancio, por decir que a Pajarote se le alborotaban y se le iban las ideas
en cuanto comenzaba a hablar, así como barajusta y se disgrega el rebaño cuando la acosa el tábano–. No era de don
Balbino que ibas a hablar.
    –Déjalo quieto –intervino María Nieves–. Es que está corcoveando a ver si se quita la marota.
    Aludía, a su vez, con esta frase llanera de sentido figurado, al apuro en que había puesto a Pajarote al pedirle
testimonio personal, pues todo lo que éste había contado respecto al familiar no era sino versión desfigurada de algo que
él le había referido días antes.
    –¿De modo que no crees que sea verdad lo que cuenta Pajarote? –interpeló Antonio:
    –Voy a decirte. A mí no me coge de sorpresa, porque yo también caté de ver al araguato hace ya algunos días. No
entre espejismos de agua ni echándose tierra con las pezuñas, como cuentan los viejos de antes que siempre se aparecía
y como ahora dice que lo ha mirado mi vale, que siempre ve más que los demás.
    Dijo esto último con las reservas mentales que Pajarote debía entender e hizo una pausa para explorar el efecto que
sus palabras le causaron; pero el aludido no se inmutó.
    –Siga, pues, vale –le dijo–. Acabe de echar para afuera el cacho. Cuéntenos cómo fue que vio al familiar. Aunque
ahora nadie querrá quedarse sin haberlo visto, porque en el mundo todo pasa como en los viajes, que detrás de un
puntero van una porción de culateros.
    –Puntero o culatero, yo como lo vi fue ansina: parado en la loma del médano.
    Y se quedó mirándolo, para que entendiera lo que no quería agregar:
    –Ansina fue como te lo conté. Tú has agregado lo del espejismo y el polvoreo para colearme la parada; pero yo te la
gano de mano.
    Luego, prosiguiendo su explicación:
    –Un bigarro araguato, bonito y bien plantado. Estuvo venteando para acá un rato largo, y luego se volteó para los
lados de El Miedo, echó un pitido que debieron oírlo en las casas de allá y desapareció de repente, como si se lo hubiera
tragado el médano.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now