Capitulo 15° Toda horizontes, toda caminos...

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    Aquella noche no estuvo la luz encendida en el cuarto de las entrevistas con «el Socio», pero cuando doña Bárbara
salió al patio, Juan Primito y los dos peones que la habían escoltado en el viaje a San Fernando –aquellos que habían
dado muerte a Balbino, los únicos todavía fieles– no la conocieron. Había envejecido en una noche, tenía la faz cavada
por las huellas del insomnio, pero mostraba también, impresa en el rostro y en la mirada, la calma trágica de las
determinaciones supremas.
    –Aquí tienen lo que les debo –díjole a los servidores, pendientes de sus palabras, poniéndoles en las manos unas
monedas–. Lo que sobre es para mientras no encuentren trabajo. Ya aquí no hay nada que hacer. Pueden irse. Tú, Juan
Primita, llévale esta carta al doctor Luzardo. Y no vuelvas por aquí. Quédate allá si te lo permiten.
    Horas más tarde, mister Danger la vio pasar, Lambedero abajo. La saludó a distancia, pero no obtuvo respuesta. Iba
absorta, fija hacia adelante la vista, al paso sosegado de su bestia, las bridas flojas entre las manos abandonadas sobre
las piernas.
    Tierras áridas, quebradas por barrancas y surcadas de terroneras. Reses flacas, de miradas mustias, lamían aquí y
allá, en una obsesión impresionante, los taludes y peladeros del triste paraje. Blanqueaban al sol las osamentas de las
que ya habían sucumbido, víctimas de la tierra salitrosa que las enviciaba hasta hacerlas morir de hambre, olvidadas del
pasto, y grandes bandadas de zamuros se cernían sobre la pestilencia de la carroña.
    Doña Bárbara se detuvo a contemplar la porfiada aberración del ganado, y con pensamientos de sí misma
materializados en sensación, sintió en la sequedad saburrosa de su lengua, ardida de fiebre y de sed, la aspereza y la
amargura de aquella tierra que lamían las obstinadas lenguas bestiales. Así ella en su empeñoso afán de saborearle
dulzuras a aquel amor que la consumía.
    Luego, haciendo un esfuerzo por librarse de la fascinación que aquellos sitios y aquel espectáculo ejercían sobre su
espíritu, espoleó el caballo y prosiguió su errar sombrío.
    Algo extraño sucedía en el tremedal, donde de ordinario reinaba un silencio de muerte. Numerosas bandadas de
patos, cotúas, garzas y otras aves acuáticas de variados colores volaban describiendo círculos atormentados en torno a la
charca y lanzando gritos de un pánico impresionante. Por momentos, las de más remontado vuelo desaparecían detrás
del palmar, las otras bajaban a posarse en las orillas del trágico remanso, y al restablecerse el silencio, daba la impresión
de una pausa angustiosa; pero en seguida, reemprendiendo unas el vuelo, y reapareciendo las otras, volvían a girar en
torno al centro de su bestial terror.
    No obstante el profundo ensimismamiento en que iba sumida, doña Bárbara refrenó de pronto la bestia: una res
joven se debatía bramando al borde del tremedal apresada por el belfo por una culebra de aguas cuya cabeza apenas
sobresalía del pantano.
    Rígidos los remos temblorosos, hundidas las pezuñas en la blanda tierra de la ribera, contraído el cuello por el
esfuerzo desesperado, blancos de terror los ojos, el animal cautivo agotaba su vigor contra la formidable contracción de
los anillos de la serpiente y se bañaba en sudor mortal.
    –Ya ésa no se escapa –murmuró doña Bárbara–. Hoy come el tremedal.
    Por fin la culebra comenzó a distenderse sacando el robusto cuerpo fuera del agua, y la novilla empezó a retroceder
batallando por desprendérsela del belfo, pero luego aquélla volvió a contraerse lentamente, y la víctima, ya extenuada,
cedió y se dejó arrastrar, y empezó a hundirse en el tremedal lanzando horribles bramidos y desapareció dentro del agua
pútrida, que se cerró sobre ella con un chasquido de lengua golosa.
    Las aves, aterrorizadas, volaban y gritaban sin cesar. Doña Bárbara permaneció impasible. Huyeron definitivamente
aquéllas, volvió a reinar el silencio, y el tremedal agitado recuperó su habitual calma trágica. Apenas una leve

ondulación rizaba la superficie, y allí donde las verdes matas de borales se habían roto bajo el peso de la res, reventaron
pequeñas burbujas de gases del pantano.
    Una, más grande, se quedó a flor de agua dentro de una ampolla amarillenta, como un ojo teñido por la ictericia de
la cólera.
    Y aquel ojo iracundo parecía mirar a la mujer cavilosa...
                                                               *
    La noticia corre de boca en boca: ha desaparecido la cacica del Arauca.
    Se supone que se haya arrojado al tremedal, porque hacia allá la vieron dirigirse, con la sombra de una trágica
resolución en el rostro; pero también se habla de un bongo que bajaba por el Arauca, y en el cual alguien creyó ver una
mujer.
    Lo cierto era que había desaparecido, dejando sus últimas voluntades en una carta para el doctor Luzardo, y la carta
decía:
    «No tengo más heredera sino mi hija Marisela, y así la reconozco por ésta, ante Dios y los hombres. Encárguese
usted de arreglarle todos los asuntos de la herencia.»
    Pero como era cosa sabida que tenía mucho oro enterrado, y de esto nada decía la carta, y, además, en el cuarto de
las brujerías se encontraron señales de desenterramientos, a la presunción de suicidio se opuso la de simple
desaparición, y se habló mucho de aquel bongo que, navegando de noche, ya eran varias las personas que lo habían
sentido pasar, Arauca abajo...
                                                               *
    Llegó el alambre de púas comprado con el producto de las plumas de garza, y comenzaron los trabajos. Ya estaban
plantados los postes, de los rollos de alambre iban saliendo los hilos, y en la tierra de los innumerables caminos por
donde hace tiempo se pierden, rumbeando, las esperanzas errantes, el alambrado comenzaba a trazar uno solo y derecho
hacia el porvenir.
    Míster Danger, como viese que sus lambederos iban a quedar encerrados y ya no podrían las reses ajenas venir a
caer bajo sus lazos por lamer el amargo salitre de sus barrancas, se encogió de hombros y se dijo:
    –¡Se acabó esto, míster Danger!
    Cogió su rifle, se lo terció a la espalda, montó a caballo y, de paso, les gritó a los peones que trabajaban en la cerca:
    –No gasten tanto alambre en cercar los lambederitos. Díganle al doctor Luzardo que míster Danger se va también.
                                                               *
    Transcurre el tiempo prescrito por la ley para que Marisela pueda entrar en posesión de la herencia de la madre, de
quien no se han vuelto a tener noticias, y desaparece del Arauca el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira.
    ¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde
una raza buena ama, sufre y espera!...

FIN...

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now