Capitulo 11° Luz en la caverna

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    Doña Bárbara volvió a fijar la vista sobre el cadáver, en cuyo rostro exangüe se mezclaban la lívida luz de la luna y
los reflejos cárdenos de un candil que una de las mujeres sostenía entre sus manos trémulas. Entretanto, el mudo círculo
de espectadores esperaba el resultado de aquella cavilación.
    De pronto levantó los ojos y miró en derredor, como si buscase a alguien.
    –¿Dónde está Balbino?
    Aunque todos sabían que Balbino no estaba entre ellos, todas las miradas lo buscaron en el grupo, con simultáneo
movimiento maquinal, y luego, con una sospecha unánime, suscitada en los ánimos hostiles al mayordomo por aquella
capciosa pregunta, cruzáronse las miradas que interrogaban:
    –¿Habrá sido Balbino?
    –¡Ya está! –se dijo mentalmente doña Bárbara, al advertir que sus palabras habían surtido el efecto buscado, y en
seguida, con la entonación de visionaria con que administraba su fama de bruja, y dirigiéndose a dos de sus peones
entre los cuales ya podía ir eligiendo el sustituto de Melquíades Gamarra:
    –En La Matica, al pie de un paraguatán, están enterradas las plumas de garza del doctor Luzardo. Allí debe de estar
Balbino desenterrándolas. Ándense allá, ligero. Llévense dos winchesters y..., tráiganme las plumas. ¿Comprenden? –Y
en seguida a los demás–: Ya pueden levantar el cadáver. Llévenlo a su casa, y vélenlo allá.
    Y se retiró a sus habitaciones, dejándole a la peonada un fecundo motivo de comentarios para la tertulia del velorio
de Melquíades.
    –Yo lo que aseguro, es que si fue Balbino, por ahí había palos gruesos con que taparse, porque de hombre a hombre
le quedaba grande el difunto.
    Y luego:
    –Vamos a ver si también se les mete detrás de los palos a éstos que han salido a prenderlo.
    Y durante largo rato la expectativa los mantuvo en silencio, atentos a los rumores lejanos.
    Por fin oyéronse detonaciones hacia los lados de La Matica.
    –Ya empezaron a trabajar los güinchestes –dijo uno.
    –Hay un revólver contestando –añadió otro–. ¿No sería bueno que nos llegáramos hasta allá a ayudar a los
muchachos?
    Y ya algunos se disponían a encaminarse a La Matica, cuando apareció doña Bárbara, diciéndoles:
    –No hay necesidad. Ya Balbino cayó.
    Volvieron a mirarse las caras los vaqueros, con el supersticioso recelo que les inspiraba la «doble vista» de la
mujerona, y cuando ya ella había entrado de nuevo en la casa, uno insinuó la explicación:
    –¿No se fijaron en que el revólver se calló primero? Los últimos tiros fueron los güinchestes.
    Pero ¿quién les quitaba ya de las cabezas a los servidores de la bruja del Arauca que ella había «visto» lo que estaba
sucediendo en La Matica?
    Era ya medianoche y hacía más de una hora que cabalgaban en silencio, cuando, a la vista del palmar de La
Chusmita, observó Pajarote:
    –¿Luz en estas horas en la casa de don Lorenzo? Algo debe de estar pasando allá.
    Santos, que desde El Miedo venía cabizbajo y ajeno a cuanto lo rodeaba, levantó la cabeza, cual si saliese de un
sueño.
    Tres días habían pasado desde aquella otra noche cuando Antonio Sandoval le dijera que Marisela se había ido para
el rancho del palmar, y ni un solo instante le había cruzado por la mente, ofuscado por los propósitos de violencia que

acababan de hacer crisis en el abatimiento que ahora le traía silencioso y sombrío, la idea de las privaciones y peligros a
que pudiera estar expuesta aquella muchacha que, sin embargo, había llegado a ser la ocupación dominante de su
pensamiento durante varios meses.
    Reconoció que había hecho mal en abandonarla a su suerte, y encontrando alivio a sus tormentos al darle de nuevo
cabida en su pecho a los bondadosos sentimientos, torció el camino hacia el palmar.
    Momentos después se detenía en el umbral de la puerta del rancho, ante el doloroso cuadro iluminado por la luz ya
agonizante de un candil: hundido en su chinchorro, desencajado y con el sello de la muerte en el rostro, yacía Lorenzo
Barquero, y junto a él, Marisela, sentada en el suelo, acariciándole la frente, fijos en él los hermosos ojos, fuentes de un
llanto silencioso que le bañaba la faz.
    Acariciándolo así lo había ayudado a bien morir, con tierno sostén de amor, y aunque hacía rato que la frente había
dejado de sentir el suave contacto de la mano, todavía ésta prodigaba la filial caricia.
    Más que lo doloroso, la dramática vida que acababa de extinguirse, la miseria del cuadro, y el llanto de la faz
atribulada, lo que tocó el corazón de Luzardo fue lo que allí había de tierno: la mano acariciadora, la expresión de amor
que tenían los ojos bañados en lágrimas, la ternura para la cual creyera incapacitada a Marisela.
    –¡Se me murió papá! –exclamó, con un acento desgarrador, al ver a Santos, y cubriéndose el rostro con las manos,
se echó de bruces en el suelo.
    Después de haberse cerciorado de que realmente Lorenzo estaba muerto. Santos levantó a Marisela para hacerla
sentarse en una silla; pero ella se le arrojó sobre el pecho, gimiendo y llorando.
    Largo rato permanecieron en silencio, y luego Marisela, desatada la locuacidad del dolor, comenzó a explicar:
    –Yo pensaba llevármelo mañana mismo para San Fernando para que lo vieran los médicos. Yo creía que pudiera
curarse y quería llevármelo. Se lo dije a Antonio, que estuvo esta tarde por aquí, y él me ofreció contratarme un bongo
que venía de arriba. Acababa de irse Antonio, y yo había entrado a darle una vuelta a papá, antes de ir a prepararle la
comida, porque desde esta mañana estaba muy hundido y me daba miedo dejarlo solo mucho tiempo, cuando de pronto
hizo un esfuerzo para sentarse en el chinchorro y se me quedó viendo con los ojos pelados, y gritó:
    «–¡El tremedal! ¡Me traga! ¡Sosténme, no me dejes hundir!»
    –Fue un grito espantoso, que me parece estar oyéndolo todavía, y empezó a morirse, diciendo a cada rato: «¡Me
hundo! ¡Me hundo! ¡Me hundo!» Y me apretaba la mano con una angustia horrible.
    –Era su tema –comentó Pajarote–. Que se lo tragaría el tremedal.
    Santos permaneció en silencio, haciéndose reproches por el injustificable abandono en que había dejado a Lorenzo y
a Marisela, y ésta reanudó el nervioso charloteo, repitiendo:
    –Yo pensaba llevármelo mañana mismo para San Fernando. Antonio me había ofrecido conseguirnos puesto en un
bongo que iba para allá.
    Pero Santos la interrumpió, atrayéndola sobre su pecho, paternalmente:
    –Basta. No hables más.
    –Pero si he estado toda la noche sufriendo callada, íngrima y sola toda la noche viéndolo hundirse y hundirse y
hundirse... Porque era como si verdaderamente se estuviera hundiendo en el tremedal. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible
es la muerte! Y yo, íngrima y sola, ayudándolo a bien morir. Y ahora, ¡íngrima y sola para toda la vida! ¿Qué me hago
yo ahora, Dios mío?
    –Ahora nos volvemos a Altamira, y luego se verá qué se hace. No has quedado tan completamente desamparada
como crees. Anda, Pajarote. Ándate a buscar la gente necesaria y una bestia aperada para Marisela. Y tú, acuéstate un
rato a descansar y procura dormirte.

    Pero Marisela no quiso moverse de junto al padre y fue a sentarse en aquel butaque donde tomara asiento Lorenzo la
tarde de la primera visita de Santos, dejándole a éste la silla que entonces había ocupado, y así, separados por el
chinchorro donde yacía aquél, permanecieron largo rato en silencio.
    Afuera, la luna brillaba sobre el palmar silencioso que se extendía en torno al rancho, inmóvil en la calma de la
noche, y más allá se reflejaba en el remanso del tremedal. Era honda y transparente la paz del paisaje lunar; pero los
corazones estaban atormentados y la sentían abrumadora y siniestra.
    Marisela sollozaba entre ratos, Santos cavilaba, ceñudo y sombrío, repitiéndose mentalmente aquellas palabras de
Lorenzo la tarde de su primera visita al rancho de La Barquereña:
    «–¡Tú también, Santos Luzardo! ¿Tú también has oído la llamada?»
    Ya Lorenzo había sucumbido, víctima de la devoradora de hombres, que no fue quizá tanto doña Bárbara cuanto la
tierra implacable, la tierra brava, con su soledad embrutecedora, tremedal donde se había encenagado aquel que fue
orgullo de los Barqueros, y ya él también había comenzado a hundirse en aquel otro tremedal de la barbarie, que no
perdona a quienes se arrojan a ella. Ya él también era una víctima de la devoradora de hombres. Lorenzo había
terminado; ahora comenzaba él.
    «–¡Santos Luzardo! ¡Mírate en mí! ¡Esta tierra no perdona!»
    Y contemplaba el rostro desencajado y cubierto por la pátina terrosa de la muerte, suplantando imaginativamente las
facciones de Lorenzo por las suyas, y diciéndose:
    –Pronto empezaré a emborracharme para olvidar, y pronto estaré así, con la muerte fea pintada en la cara: la muerte
del espectro de un hombre, la muerte de un cadáver.
    Y suplantándose así a Lorenzo Barquero le causó sorpresa que Marisela le hablase como a ser viviente.
    –Me han dicho que has estado muy raro en estos días, haciendo cosas que no son propias de ti.
    –Y aún no te han dicho nada. Esta noche he dado muerte a un hombre.
    –¿Tú?... ¡No! No puede ser.
    –¿Qué tiene de raro? Todos los Luzardos han sido homicidas.
    –No es posible –replicó Marisela–. Cuéntame. Cuéntame.
    Y así que Luzardo le hubo referido el mal suceso, tal como se lo representaba su imaginación exaltada, que era cual
había sucedido, pero mal interpretado a causa de la ofuscación del ánimo, aquélla repitió:
    –¿No ves como no era posible? Si la cosa sucedió como la cuentas, fue Pajarote quien mató al Brujeador. ¿No dices
que el Brujeador te quedaba a la derecha, cara a cara contigo, y que la herida fue en la sien izquierda? Pues por ese lado
no podía herirlo sino Pajarote.
    Horas de presencia continua del cuadro ante la imaginación, y de reflexiones obstinadas en la reconstrucción de
todos los detalles del suceso, no habían bastado para que Santos cayera en cuenta de lo que Marisela había inferido en
un instante, y así fue que se la quedó mirando con el esperanzado deslumbramiento de quien, perdido en el fondo de
tenebrosa caverna, ve acercarse la luz salvadora.
    Era la luz que él mismo había encendido en el alma de Marisela, la claridad de la intuición en la inteligencia
desbastada por él, la centella de la bondad iluminando el juicio para llevar la palabra tranquilizadora al ánimo
atormentado, la obra –su verdadera obra, porque la suya no podía ser exterminar el mal a sangre y fuego, sino descubrir,
aquí y allá, las fuentes ocultas de la bondad de su tierra y de su gente–, su obra, inconclusa y abandonada en un
momento de despecho, que le devolvía el bien recibido, restituyéndolo a la estimación de sí mismo, no porque el hecho
material de que hubiese sido la bala de Pajarote y no la suya la que diera muerte al Brujeador modificase la situación,
de un orden puramente ideal, con que su espíritu había reaccionado contra las ofuscaciones de la violencia, sino porque,

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now