Capitulo 3° Ño Pernalete y otras calamidades

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procurárselos, ya ella no era aquella criatura bravía como un báquiro, que no le temía a la soledad del monte y se
internaba en su espesura, haciendo crujir los brojales bajo sus anchos pies descalzos, y se trepaba a los árboles,
disputándoles a los araguatos el silvestre sustento. Ánimo no le faltaba, pero en Altamira había aprendido a emplearlo
mejor. Ya no era caso de escarbar rastrojos o «monear palos» para aplacar el hambre, sino de procurarse medios de
subsistencia seguros y permanentes, pues ahora la imaginación trabajaba, y a causa de ello, la incertidumbre del
porvenir hacía más angustiosas las privaciones del momento. Por lo tanto, era necesario crearse una fuente de recursos,
y la primera ocurrencia fue ésta:
    –Papá ¿tengo derecho a reclamarle a mi madre que vea por mí? Mientras ella entierra botijuelas de onzas de oro,
nosotros no tenemos qué comer...
    Lorenzo Barquero hizo un esfuerzo sobrehumano para coordinar las ideas de esta respuesta:
    –Derechos, ningunos, porque en la partida de registro civil no apareces como hija suya. Ella no quiso que la
mencionaran, y yo te presenté...
    Pero ella no lo dejó concluir:
    –¿Quiere decir que ni siquiera tengo el derecho de probar que soy la hija de la Dañera?
    El padre se quedó mirándola largo rato, y luego balbució:
    –Ni siquiera.
    Sin que estas palabras, simple repetición mecánica de las que ella había empleado, fuesen acompañadas del más leve
sentimiento de responsabilidad. Y en habiéndolas pronunciado, se alejó del rancho, camino de la casa de míster Danger.
    Arrepentida de la crueldad de aquella interrogación acusadora, Marisela se quedó murmurando: «¡Pobre papá!»,
mientras él se alejaba, incierto el paso, péndulos los brazos a lo largo de aquel cuerpo «sin armadura», como solía decir
que se lo sentía.
    Pero al darse cuenta de que el padre se encaminaba donde míster Danger, corrió a detenerlo, diciéndole:
    –No, papá. No vayas a casa de ese hombre. Te lo suplico. ¿Es licor lo que vas a pedirle? Espera. Yo iré a buscártelo
a Altamira. Ya estaré aquí de regreso.
    Pero mientras ella ensillaba la bestia donde había venido don Lorenzo, éste se fue a aplacar la imperiosa necesidad
de alcohol, sin pensar que para pagarle a míster Danger la bebida que iba a pedirle, ya no le quedaba sino la hija.
    ¡Ya las tolvaneras se habían llevado todas las esperanzas!
    Motivos, que no razones, tenía Mujiquita para querer esconderse bajo el mostrador de su pulpería cuando vio
aparecer a Santos Luzardo. Primero, porque aquella amistosa injerencia suya en la querella que contra doña Bárbara
llevara aquél por causa de los trabajos pedidos y negados, le había costado que Ño Pernalete le quitara la secretaría de la
Jefatura Civil, y luego, porque no se le escapaba lo que ahora pudiera llevar entre manos su antiguo condiscípulo, y ya
veía en peligro el sueldito con que por fin había vuelto a favorecerlo Ño Pernalete, después de muchos ruegos suyos y
de su mujer, y de muchas promesas de no volver a incurrir en quijotadas.
    Pero Santos no le había dado tiempo a ocultarse y tuvo que fingir contento de verlo:
    –¡Dichosos los ojos que te ven! ¡Qué caro te vendes, chico! ¿En qué puedo servirte?
    –Si no me han informado mal, ya sabrás a lo que vengo. Me han dicho que eres el Juez del Distrito.
    –¡Sí, chico! –dijo Mujiquita, al cabo de una pausa–. Ya sé lo que traes entre manos. El asunto de la muerte del peón,
¿no es eso?
    –De los peones –rectificó Luzardo–. Porque fueron dos los asesinados.
    –¡Asesinados! ¡No me digas, Santos! Mira, vente conmigo al juzgado para que me cuentes cómo fue eso.

    –¿Para que te lo cuente yo?
    –No. Dispénsame. Para que me des unas luces. Para que me indiques lo que debo hacer.
    –Pero, Mujiquita, ¿a estas horas todavía no lo sabes?
    –¡Pero, chico!
    Y el gesto de Mujiquita, al replicar así, suplicó con una elocuencia aplastante estas palabras inútiles:
    –¿No sabes dónde estamos?
    Llegaron al juzgado. Mujica abrió de un empellón la puerta, simplemente cerrada, y defendida por su propio
desnivel, y entraron en una sala de techumbre pajiza y paredes encaladas, donde había un escritorio, un armario, tres
sillas y una clueca echada en un rincón. Para brindarle asiento a Santos, Mujiquita llenó de polvo el recinto al sacudir el
que estaba depositado sobre una de las sillas. Se comprendía que allí nadie tenía costumbre de acudir a aquel tribunal.
    Santos se sentó rendido, más que de cansancio de desaliento, por la impresión que producían aquel pueblo, aquel
juzgado y aquel juez.
    Sin embargo, reaccionó, y procurando sacar todo el partido posible de Mujiquita, le explicó cómo venía Carmelito,
acompañado de su hermano Rafael, y qué cantidad de plumas llevaba para San Fernando.
    Mujiquita se rascó la cabeza, y luego, tomando su sombrero, disponiéndose a salir, dijo:
    –Espérame aquí un momento. Déjame ir a contarle eso al general. Él debe de estar en la Jefatura Civil. No te haré
aguardar mucho.
    –Pero ¿qué tiene que ver el jefe civil en este asunto? –objetó Santos–. ¿No han transcurrido ya los días que la ley
establece para que el sumario pase al juez competente?
    –¡Ah, caramba, chico! –exclamó Mujiquita, y en seguida–: Mira: el general no es malo; pero, aquí entre nos, en todo
quiere llevar la batuta. Tanto en lo civil como en lo judicial, aquí no se hace sino lo que él dispone. Al general se le
atravesó entre ceja y ceja que el hombre había muerto de un mal, como dice él. Es decir, de un síncope cardíaco. Y, a
propósito, porque todo puede suceder, ¿tú habías observado si el peón era cardíaco?
    –¡Qué cardíaco de los demonios! –exclamó Santos, poniéndose de pie violentamente–. Quien va a resultarlo muy
pronto, si ya no lo estás, a fuerza de tener miedo, eres tú.
    Y Mujiquita, sonriente:
    –No te calientes, chico. Ponte en mi caso. Y en el del general, porque en la vida hay que tenerlo todo en cuenta. Días
antes se había recibido aquí una circular del presidente del Estado a los jefes civiles de su jurisdicción, dándoles una
enjabonada con motivo de varios crímenes que se habían cometido en despoblado, sin que se hubiese podido capturar a
los autores, y exhortándolos a cumplir mejor con sus deberes, y el general contestó que eso no era con él, porque en el
Distrito de su mando no existía la criminalidad. Yo mismo le redacté el oficio, y quedó tan satisfecho, que lo mandó a
publicar en una hoja suelta, que ya habrás visto por ahí. Todo esto lo converso contigo en grado 33, por supuesto. Como
comprenderás, en el caso de tu peón, o tus peones, mejor dicho, yo no he dejado de pasearme por la presunción del
asesinato; pero en estos momentos acabada de salir la hoja, es impolítico decir que se trata de un crimen, y...
    –Y como tú, estás aquí para complacer a Ño Pernalete y no para administrar justicia... –atajó Santos.
    Y Mujiquita, encogiéndose de hombros:
    –Yo estoy aquí para completarles la arepa a mis hijos, que la pulpería no me la da completa –y tomando la salida–:
Aguárdame un momento. Todavía no se ha perdido todo. Déjame ir a torear mi toro.
    Minutos después regresaba con cajas destempladas.
    –¿No te lo dije? Yo conozco muy bien mi tercio. Al general no le ha gustado que te hayas dirigido a mí y no a él. De
modo que te aconsejo que vayas allá y te le metas bajo el ala. Así es como se consiguen las cosas con él.
    Pero antes de que Luzardo pudiera protestar contra el consejo, apareció el jefe civil.

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora