Capitulo 1° Un acontecimiento insólito

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    Artera fue la táctica empleada por doña Bárbara cuando recibió aquella carta donde Luzardo le participaba su
determinación de cercar Altamira. Nada podía agradarle menos que esta noticia de un límite, a quien, cuando se le
ponderaba su ambición de dominio, solía replicar socarronamente:
    –Pero si yo no soy tan ambiciosa como me pintan... Yo me conformo con un pedacito de tierra nada más: el
necesario para estar siempre en el centro de mis posesiones dondequiera que me encuentre.
    Sin embargo, en concluyendo de leer la carta, exclamó con una entonación de voz de mujer bonachona y sencillota:
    –¡Bueno, pues! Por fin se van a acabar los pleitos por causa de ese bendito lindero con Altamira, porque el doctor
Luzardo va a cercar su hato, y de ahora en adelante no habrá más equivocaciones. Eso es lo mejor: la cerca. ¡Sí, señor!
Así cada cual sabe hasta dónde llega lo suyo y puede estar como dice el dicho: cada cual en su casa y Dios en la de
todos. ¡Eso es! Hace tiempo que vengo pensando en la cerca; pero todavía no he podido darme ese gusto porque es
mucha la plata que cuesta. El doctor sí puede darse ese gusto porque él tiene, y hace bien en gastarse una poca de plata
en eso.
    Balbino Paiba, que a la voz de carta de Luzardo se le había acercado, por si de él se tratara, se quedó mirándola de
hito en hito, sin comprender que todo aquello eran puras marrajerías encaminadas a que Antonio Sandoval, que estaba
esperando la respuesta, llevase a Altamira el cuento de la buena disposición de ánimo con que había acogido la noticia.
    Pero como ya Antonio había oído decir que aquella entonación de voz no la empleaba ella sino cuando se proponía
un plan artero, se hizo esta reflexión:
    –Ahora es cuando está peligrosa la mujer.
    –Dígale, pues, al doctor Luzardo –concluyó ella–, que quedo en cuenta de lo que se propone; pero que, respective a
medianería, por ahora no estoy en condiciones de costearla. Que si él quiere y tiene mucha prisa –pues ya veo que el
doctor es de los que llegan tumbando y capando, como dicen vulgarmente–, puede proceder a plantar los postes de una
vez, que después nos entenderemos. Él me dirá lo que haya gastado y no pelearemos por eso.
    –Y, respective al trabajo que le pide el doctor –inquirió Antonio, dándole, una entonación especial al término
empleado por ella–, ¿qué le contesta?
    –¡Ah! Se me olvidaba que también me habla de eso. Dígale que por ahora mis sabanas no están en condiciones de
permitir trabajos; pero que yo le avisaré en cuanto no más pueda dárselos. Mientras tanto, que vaya echando la
posteadura. De aquí a cuando vayamos a echar el alambre hay tiempo de sobra para que él recoja su ganado de por aquí
y yo los mautes míos que anden por allá. Dígale eso. Y démele un saludo de mi parte.
    Apenas hubo partido Antonio, Balbino Paiba expresó la idea siniestra que no podía por menos de atribuirle a doña
Bárbara:
    –Por supuesto, el doctor Luzardo no va a tener tiempo de echar esa cerca.
    –¿Por qué no? –replicó ella, mientras doblaba la carta para meterla de nuevo en el sobre–. Eso es cuestión de unas
semanas no más. Pero, como no vaya a equivocarse y echarla más acá del lindero.
    Y volviendo a su tono natural de voz, sin socarronerías que ya no tenían objeto:
    –Llámate acá a los Mondragones.
    Al día siguiente amanecieron trasplantados el poste del lindero y la casa de Macanillal; pero no Altamira adentro,
como antes solían moverse, sino en sentido inverso, cediendo terreno, y a un sitio cuyas señales no pudieran
corresponder a las de la demarcación última vigente.
    La estratagema tenía por objeto que Luzardo se extralimitara al echar la cerca, ateniéndose sólo al poste y a la casa,
que eran los puntos de referencia más ostensibles dentro de la vaguedad de los términos del deslinde. Luego, sería fácil

demostrar que la mudanza había sido obra de él, valiéndose de que no había por allí quien se lo impidiera, pues hacía
tres días que loa Mondragones, únicos habitadores del desierto de Macanillal, habían desocupado la casa en piernas. Por
algo lo había dispuesto ella así.
    Y hasta Balbino Paiba, que no solía concederle nada a nadie, tuvo que reconocer:
    –¡No hay cuestión! Esta mujer ve el gusano donde uno no ve la res. No sé si serán consejos del «Socio», pero lo
cierto es que el plan ha estado bien combinado.
    La verdad era que tal orden de desocupación de Macanillal, dada justo con la de restituir el lindero al sitio donde lo
pusiera la ejecución de la sentencia del último litigio, no había sido encaminada a la estratagema de ocurrencia
posterior, pues entonces ni siquiera le había cruzado por la mente a doña Bárbara la posibilidad de que Santos Luzardo
quisiese cercar; pero como vino a resultar útil para el ardid recién concebido, ella se engañó a sí misma considerándola
como paso previo de su plan, cual si tal se hubiese trazado desde el primer momento, adelantándose a los propósitos del
enemigo, por obra y milagro de aquel don de adivinación de los acontecimientos futuros que estaba convencida de
poseer, gracias al «Socio». Así, por momentáneos impulsos aislados, que luego circunstancias fortuitas encadenaban,
había procedido siempre, y como casi siempre la había ayudado la fortuna, visto por fuera –y era así como ella misma lo
veía–, aquello parecía efectiva y extraordinaria previsión: mas, visto por dentro, doña Bárbara resultaba incapaz de
concebir un verdadero plan. Su habilidad estaba únicamente en saber sacarle en seguida el mayor provecho a los
resultados aleatorios de sus impulsos.
    Pero esta vez no acudieron en su ayuda las circunstancias. Avisado por el recelo que a Antonio le había causado la
falsa actitud conciliadora de la mujerona y aleccionado por lo que acababa de ocurrirle con míster Danger, Santos
estudió cuidadosamente el asunto antes de proceder a plantar la posteadura de la cerca, y cuando aquélla vio que la
plantaba justamente donde debía, sin caer en el ardid, tuvo la intuición de que algo nuevo comenzaba para ella desde
aquel momento.
    No obstante, ensoberbecida por la desairada situación en que había quedado, optó por la violencia abierta, y cuando
Luzardo, días después, le reiteró la petición del permiso para sacar sus ganados de las sabanas de El Miedo, se lo negó
rotundamente.
    –Y ahora, doctor –insinuó Antonio Sandoval–. Usted, por supuesto, va a pagarle con la misma moneda echando la
cerca sin permitirle que ella saque su ganado de aquí. ¿No es así?
    –No. Por ahora acudiré a la autoridad inmediata para que la obligue a cumplir lo que le ordena la ley. Al mismo
tiempo haré citar ante la Jefatura Civil a míster Danger, y así quedarán zanjadas de una vez las dos dificultades.
    –¿Y cree usted que Ño Pernalete le hará caso? –objeto todavía Antonio, refiriéndose al Jefe Civil, dentro de cuya
jurisdicción estaban ubicadas Altamira y El Miedo–. Ño Pernalete y doña Bárbara son uña y carne.
    –Ya veremos si se niega a hacerme justicia.
    Concluyó Santos. Y al día siguiente partió para el pueblo cabecera del Distrito.
                                                               *
    Escombros entre matorrales, vestigios de una antigua población próspera: ranchos de barro y palma esparcidos por
la sabana; otros, más allá, alineados a orillas de una calle sin aceras y sembrada de baches; una plaza, campo de
yerbajos rastreros a la sombra de tiñosos samanes centenarios; a un costado de ella, la fábrica inconclusa –que más
parecía ruina– de un templo que hubiera sido demasiado grande para la población actual, y en los restantes, algunas
casas de antigua y sólida construcción, las más de ellas deshabitadas, algunas sin dueño conocido, y sobre una de las
cuales, hundidos los techos y desplomados los muros, aún se apoyaba el tronco gigante de un jabillo derribado por el
huracán hacía ya muchos años; una población cuyas principales familias habían desaparecido o emigrado enteras, sin
tráfico ni muestra de actividad alguna; uno de esos muchos pueblos venezolanos, que guerras, paludismo,

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now