Capitulo 4° El rodeo

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    Y Juan Primito regresó a El Miedo con la tristeza de que lo hubiese despedido así la niña de sus ojos, cuando él
había ido tan contento sólo porque volvería a verla. Además, ¿no era un bien lo que había hecho, diciendo aquello de la
sangre para que Luzardo supiera a qué atenerse?
    Pero cuando llegó a El Miedo, ya se le había disipado el resentimiento, y después de repetirle a doña Bárbara las
palabras de Santos Luzardo, rompió a hablar de Marisela:
    –¡Si usted la viera, doña! No la conocería. ¡Ah, muchacha para haberse puesto buenamoza de verdad! ¡Esos ojotes
tan requetelindos! Más bonitos que los de usté, doña. Y aseadita que da gusto verla. Bien vestida que la tiene el dotol,
desde zapatos parriba. ¡Sabroso que debe de ser para un hombre –¿ah, doña?– tener a la vera suya una mujer tan bonita
como está esa muchacha!
    Nada que se refiriera a Marisela le había interesado nunca a doña Bárbara, pues respecto a ella, ni siquiera había
experimentado el amoroso instinto de la bestia madre por el hijo mamantón; pero de donde no existían sentimientos
maternales, las palabras de Juan Primito hicieron saltar de pronto impetuosos celos de mujer.
    –Bueno. Eso no me interesa –díjole al mandadero impertinente–. Puedes retirarte.
    Pero Juan Primito, si se hubiese fijado un poco, habría descubierto en seguida qué sed tenían entonces los
rebullones.
    Aquella noche se comentó mucho el caso entre los peones de Altamira. Era la primera vez que se tenían noticias de
que doña Bárbara diese su brazo a torcer, y a la madrugada siguiente, cuando ya aquéllos estaban ensillando, Antonio
les recomendó:
    –No sería malo que llevaran sus revólveres los que los tengan, porque bien puede ser que no sea con ganado
solamente que tengamos hoy que bregar.
    A lo que replicó Pajarote:
    –Yo, revólver no llevo porque el mío lo tengo empeñado; pero, a la casualidad, aquí estoy metiendo bajo la coraza
este cabito de lanza. No es muy largote, pero la vaina del hierro mide una cuarta corridita, y lo demás lo pone la estirada
del brazo.
    Y con esta disposición de ánimos partieron antes de clarear el día, rumbo a Mata Oscura, con Santos Luzardo a la
cabeza.
    Eran apenas los cinco peones fieles que a su llegada encontrara Luzardo y tres sabaneros más, que, a mucho instar,
había logrado conseguir Antonio, pues toda la gente de trabajo que por allí podía encontrarse había sido contratada por
doña Bárbara a fin de que no fuesen a engrosar la peonada de Altamira; pero todos eran gente muy llanera, bien
montada y dispuesta a multiplicarse en obsequio de aquel que había venido a enfrentársele a la cacica del Arauca.
    La sabana dormía aún, negra y silenciosa bajo el chisporroteo de las constelaciones, y a medida que la cabalgata se
alejaba de las casas, la marcha repercutía a distancias en carreras atropelladas de hatajos y de cimarrones que huían a
sus escondites al ventear al hombre. Eran apenas en masas más obscuras que la noche que se movían por entre los
pajonales, o leve rumor de éstos, agitados por la fuga de las reses; pero los sentidos sutilísimos del llanero no
necesitaban indicios más seguros para permitirles afirmar:
    –Esa es la rochela del barroso de Uverito. Ahí van más de cien reses huyendo.
    –Allá va el hatajo del Cabos Negros, rumbeando hacia Corozalito.
    Con el alba llegaron al sitio de la reunión. Ya los de El Miedo estaban allí, capitaneados por doña Bárbara y
aleccionados para trabajar de modo de ahuyentar el ganado que Luzardo se proponía recoger, pues entre la hacienda
altamireña que se majadeaba por allí había gran cantidad de vacas, cuyos becerros, todavía mamantones, ya tenían

marcado el hierro de El Miedo, procedimiento predilecto de doña Bárbara para robarse las reses ajenas, al amparo de la
complicidad de los mayordomos de las fincas descuidadas por sus dueños.
    Pero la astucia de Antonio se adelantó a la bellaquería de la mujerona. Viendo el gran número de vaqueros que con
ella estaban, díjole a Santos:
    –Ha traído tanta gente para que usted se confíe y se abra con un levante en grande, y luego ellos espantar el ganado,
picando para afuera, como ya lo han hecho otras veces.
    Y a la insinuación de Antonio, una vez más, Santos se trazó rápidamente su plan.
    Saludó a la vecina descubriéndose, pero sin acercársele. Ella avanzó a tenderle la mano con una sonrisa alevosa, y él
hizo un gesto de extrañeza; era casi otra mujer, distinta de aquella de desagradable aspecto hombruno, que días antes
había visto por primera vez en la Jefatura Civil.
    Brillantes los ojos turbadores de hembra sensual; recogidos, como para besar, los carnosos labios con un enigmático
pliegue en las comisuras; la tez cálida; endrino y lacio el cabello abundante. Llevaba un pañuelo azul de aeda, anudado
al cuello con las puntas sobre el descote de la blusa; usaba una falda amazona, y hasta el sombrero «pelodeguama»,
típico del llanero, única prenda masculina en su atavío, llevábalo con cierta gracia femenil. Finalmente, montaba a
mujeriegas, cosa que no acostumbraba en el trabajo, y todo eso hacia olvidar a la famosa marimacho.
    No podía escapársele a Santos que la femineidad que ahora ostentaba tenía por objeto producirle una impresión
agradable; mas, por muy prevenido que estuviese, no pudo menos que admirarla.
    Por su parte, al mirarlo a los ojos, a ella también se le borró de pronto la sonrisa alevosa que traía en el rostro, y
sintió, una vez más, pero ahora con toda la fuerza de las intuiciones propias de los espíritus fatalistas, que desde aquel
momento su vida tomaba un rumbo imprevisto. Se le olvidaron las actitudes zalameras que llevaba estudiadas, se le
atropellaron y dispersaron por el tenebroso corazón los propósitos inspirados en la pasión fundamental de su vida –el
odio al varón–; pero sólo se dio cuenta de que sus sentimientos habituales la abandonaban de pronto. ¿Cuáles los
reemplazaron? Era cosa que por el momento no podía discernir.
    Cambiaron algunas palabras. Santos Luzardo parecía esmerarse en ser cortés, como si hablara en un salón con una
dama de respeto, y ella, al oír aquellas palabras correctas, pero al mismo tiempo secas, casi no se daba cuenta de lo que
respondía. La subyugaba aquel insólito aspecto varonil, aquella mezcla de dignidad y de delicadeza que nunca había
encontrado en los hombres que la trataran, aquella impresión de fortaleza y de dominio de sí mismo que trascendía del
fuego reposado de las miradas del joven, de sus ademanes justos, de sus palabras netamente pronunciadas, y aunque él
apenas le dirigía las imprescindibles, relativas al trabajo, a ella le parecía que se complaciera en hablarle, sólo por el
gusto que encontraba en oírlo.
    Entretanto, Balbino Paiba no les quitaba la vista y disimulaba su contrariedad haciendo burlas de Luzardo que
hacían sonreír a los peones de El Miedo, mientras, más allá, los de Altamira se cambiaban sus impresiones acerca de
todo aquello.
    Luego, Santos comenzó a dar las órdenes relativas al trabajo; pero Balbino, en cuya cabeza ninguna idea perversa
podía estarse quieta, se precipitó a interrumpirlo:
    –Somos treinta y tres hombres, y se puede hacer un buen levante picando bien abierto.
    Satisfecho de su perspicacia, Antonio cruzó una mirada con Santos, y éste replicó:
    –No hay necesidad de eso. Además, vamos a trabajar por grupos proporcionales: un vaquero de los míos para tres de
ustedes, ya que nos llevan triplicados en número.
    –¿Y ese entreveramiento, para qué? –objetó Balbino–. Aquí siempre se ha trabajado por separado, cada hato por su
hierro.
    –Sí. Pero hoy se trabajará de otro modo.

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora