Capitulo 3° Los rebullones

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    Y al cabo de una breve pausa:
    –Ese que montan Ño Pernalete estaba entre aquellos cuatreros asesinos. Todavía vive, porque, aunque andaba con
los otros, fue el único que no puso su mano sobre mis viejos, según supe después. Los demás, ya me la pagaron, uno a
uno. Yo sé que la venganza no es buena; pero es lo único que tenemos por aquí para cobrar deudas de sangre. De más
está decirle cómo es que he venido a parar en peón. Aunque de usted, lo soy con gusto.
    Y volvió a encerrarse en su mutismo, mientras Luzardo hacía los comentarios del caso, con el cálido lenguaje que
empleaba cuando se trataba de algo que tuviese relaciones con la violencia enseñoreada de la llanura.
    Entretanto, Marisela escuchaba; pero como el tema en que se había engolfado Santos era poco interesante para ella,
y, además, no podía perdonarle que durante una hora larga, todavía no le hubiese dirigido la palabra una sola vez,
taloneó los ijares de la Catira, haciéndola coger un trote más animado, y rompió a cantar una de esas coplas que para
cada sentimiento tiene el cantador llanero. La letra no se le oía; pero la voz agradable modulaba con gracia la tonada.
Santos interrumpió su discurso para prestarle atención, y Carmelito, disipada ya la amargura del recuerdo, se deleitó
también en el canto bien entonado, y cuando Marisela terminó la copla, dijo:
    –¡Ah, doctor! Cómo que no somos tan malos amansadores. Véale el paso a la Catira.
    Para las puñaladas, Melquíades; para las bribonadas, Balbino; para los mandados, Juan Primito. Sólo que algunos
mandados de Juan Primito eran como puñaladas.
    Greñudo, piojoso y con una barba hirsuta que no había manera de que conviniese en recortársela, era el recadero de
doña Bárbara un bobo con alternativas de lunático furioso, aunque no desprovisto de atisbos de malicia, cuyas manías
más singulares consistían en no beber el agua de las casas de El Miedo, así tuviese que caminar leguas por buscarla en
otras, y en colocar sobre los techos de los caneyes cazuelas llenas de los más extraños líquidos, para que bebiesen unos
pájaros fantásticos que denominaba rebullones.
    A lo que se podía colegir de sus disparatados discursos, los rebullones eran una especie de materialización de los
malos instintos de doña Bárbara, pues había cierta relación entre el género de perversa actividad a que ésta se entregara
y el líquido que él les ponía a aquéllos para que aplacaran su sed: sangre, si fraguaba un asesinato; aceite y vinagre, si
preparaba un litigio; miel de aricas y bilis de ganado mezcladas, si tendía las redes de sus hechizos a alguna futura
víctima.
    –¡Beban, bichos! –rezongaba Juan Primito al colocar las cazuelas sobre los techos–. Jártense para que dejen quieto
al cristiano.
    Y como los rebullones casi siempre tenían alguna sed, Juan Primito no bebía el agua de El Miedo, no fueran a
trocarse las suertes, pues aseguraba que agua donde aquellos pájaros diabólicos metiesen el pico se transformaba en el
líquido que apetecieran, y cristiano –quería decir humano– que luego la bebiese, inmediatamente recibía el daño a que
otro estuviera sentenciado.
    –Ya van a alborotarse otra vuelta los rebullones –se había dicho el bobo a raíz de la noticia de la llegada del dueño
de Altamira, y desde aquel día se le vio a menudo explorando el cielo en espera de la diabólica bandada y ya con sus
cazuelas listas para llenarlas con lo que fuese menester.
    –¿Qué hubo, Juan Primito? –solían preguntarle los peones de la mujerona, que con aquello se divertían–. ¿Todavía
no aparecen?
    –Allá como que viene uno –respondíales, poniéndose la mano extendida a la altura de las cejas, como si realmente
hubiese algo que ver en aquel punto del cielo resplandeciente hacia donde miraba.

    No obstante, entre los peones de El Miedo, más que por bobo, Juan Primito pasaba por bellaco. Sólo doña Bárbara,
que era la única que no estaba en el secreto, lo tenía por tonto de remate.
    Por fin, una tarde, Juan Primito exclamó:
    –¡Ya están aquí los rebullones! ¡Ave María Purísima! Aguaiten, muchachos, cómo viene esa bandada de bichos
negros oscureciendo el cielo.
    Pero los que estaban en el secreto comprendieron que no era al cielo a donde había que mirar, sino al rostro de doña
Bárbara, que regresaba del pueblo con el tajo vertical del ceño bravío en la frente.
    Desde aquel momento y durante varios días, Juan Primito se los pasó, augur de su locura o de su bellaquería –él
mismo no habría podido determinar dónde concluía la una y comenzaba la otra–, observando el vuelo de los fantásticos
pájaros siniestros para descubrir qué clase de sed traían, en idiota, exploración del cielo entre una y otra maliciosa
mirada de reojo al rostro de doña Bárbara.
    –¿Será aceite y vinagre lo que quieren beber estos bichos? No parece. Porque cuando hay pleito entre manos, ahí
mismo hay registradora de papeles. Ese vuelo es muy conocido... ¿Será miel y bilis lo que vienen buscando? Pero si
juera ansina, sería un revoloteo contento, y estos rebullones están volando muy callados... ¡Hum! ¡Cómo no vaya a ser
sangre lo que vengan buscando!
    Y así pasaron varios días, sin que tuvieran reposo las cazuelas propiciatorias, de la charca de sangre que dejaban las
reses beneficiadas para el consumo del hato, a los panales de aricas o a la pulpería por el aceite y vinagre, y a medida
que pasaban los días sin que el fiero ceño desapareciese de la frente de doña Bárbara, la idiota manía de Juan Primito se
iba convirtiendo en locura frenética.
    Parejo frenesí se iba apoderando del ánimo de doña Bárbara, rabioso despecho de no haber podido silenciar para
siempre aquella boca que había proferido la primera amenaza que ella escuchara: «y si la señora no se aviene a lo que le
exijo en el término de ocho días, la demandaré por ante un tribunal».
    Durante las jornadas se entregaba a una actividad febril, a horcajadas sobre el caballo, amazona repugnante de
pantalones hombrunos hasta los tobillos, bajo la falda recogida al arzón, lazo en mano, detrás del ganado altamireño que
paciese por sus sabanas, insultando a los peones por el menor descuido y destrozándole los ijares a la bestia con las
espuelas, y por las noches se encerraba en el cuarto de las conferencias con «el Socio», y allí permanecía en vela hasta
el primer menudeo de los gallos.
    –Veremos si se atreve –decíase a menudo durante el largo soliloquio, paseándose de un extremo al otro de la
habitación, detrás de cuya puerta casi siempre estaba Juan Primito escuchando, y éste aseguraba haber oído varias veces
el estribillo con que respondía «el Socio»:
    –¡Se atreverá!
    Era la íntima convicción, sentida a pesar suyo y formulada con ronca voz de ira inútil, de que Santos Luzardo
cumpliría su palabra.
    Ya finalizaba el último día del plazo, cuando llamó al recadero.
    –Mande, señora –dijo Juan Primito, plantándosele por delante con la sonrisa que en su faz de idiota ponían el pavor
supersticioso y la sumisión incondicional, y a tiempo que se hurgaba nerviosamente la inmunda barba con el negro
garabato de la uña.
    –Vas a ir a Altamira ahora mismo. Preguntas por el doctor Luzardo y le dices de mi parte que puede proceder
cuando quiera al trabajo que me ha pedido y que me avise hora y punto para mandar mi gente.
    Juan Primito le vio fulgurar en las negras pupilas la siniestra intención, y antes de ponerse en marcha, llenó de prisa
todas sus cazuelas en la charca del degolladero y las colocó sobre los techos de los caneyes, murmurando:
    –¡Era sangre lo que querían! ¡Beban, bichos! ¡Jártense y dejen quieto al cristiano!

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora