Capitulo 9° La esfinge de la sabana

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     Carmelito murmuró emocionado:
     –Me equivoqué con el hombre.
     A tiempo que Pajarote exclamaba:
     –¿No le dije, Carmelito, que la corbata era para taparse los pelos del pecho, de puro enmarañados que los tenía el
hombre? ¡Mírenlo cómo se agarra! Para que ese caballo lo tumbe tiene que aspearse patas arriba.
     Y en seguida, para Balbino, ya francamente provocador:
     –Ya van a saber los fustaneros lo que son calzones bien puestos. Ahora es cuando vamos a ver si es verdad que todo
lo que ronca es tigre.
     Pero Balbino se hizo el desentendido, porque cuando Pajarote se atrevía nunca se quedaba en las palabras.
     «Hay tiempo para todo –pensó–. Bríos tiene el patiquincito; pero todavía no ha regresado el alazano y puede que ni
vuelva. La sabana parece muy llanita, vista así por encima del pajonal; pero tiene sus saltanejas y sus desnucaderos.»
     No obstante, después de haber dado unas vueltas por los caneyes, buscando lo que por allí no tenía, volvió a echarle
la pierna a su caballo y abandonó Altamira, sin esperar a que lo obligaran a rendir cuenta de sus bribonadas.
     ¡Ancha tierra, buena para el esfuerzo y para la hazaña! El anillo de espejismos que circunda la sabana se ha puesto a
girar sobre el eje del vértigo. El viento silba en los oídos, el pajonal se abre y se cierra en seguida, el juncal chaparrea y
corta las carnes; pero el cuerpo no siente golpes ni heridas. A veces no hay tierra bajo las patas del caballo; pero bombas
y saltanejas son peligros de muerte sobre los cuales se pasa volando. El galope es un redoblante que llena el ámbito de
la llanura. ¡Ancha tierra para correr días enteros! ¡Siempre habrá más llano por delante!
     Al fin comienza a ceder la bravura de la bestia. Ya está cogiendo un trote más y más sosegado. Ya camina a medio
casco y resopla, sacudiendo la cabeza bañada en sudor, cubierta de espuma, dominada, pero todavía arrogante. Ya se
acerca a las casas entre la pareja de amadrinadores, y relincha engreída, porque si ya no es libre, a lo menos trae un
hombre encima.
     Y Pajarote la recibe con el elogio llanero:
     –¡Alazán tostao, primero muerto que cansao!
     Buen negocio dejaba atrás Balbino Paiba, y lo perdía cuando iba a empezar a sacarle verdadero provecho. Hasta
entonces había sido doña Bárbara quien realmente se benefició con su mayordomía de Altamira, pues mientras ella sacó
de allí orejanos a millares marcados con el hierro de El Miedo, él apenas había «manoteado» por cuenta propia unos
trescientos «bichos» entre reses y bestias, número insignificante para sus habilidades administrativas.
     Ahora sólo le quedaba la perspectiva de «mayordomear» en El Miedo –como por allí se llamaba el abigeato de los
mayordomos–, ya que, por precaria que fuese su condición de amanto de doña Bárbara, ésta tenía que resarcirlo de la
pérdida de las gangas de Altamira, a causa de los buenos servicios que le había prestado.
     Pero, además de éstas, Balbino iba rumiando otras contrariedades. Su retirada equivalía a reconocerle a Santos
Luzardo las condiciones de hombría que no había querido concederle la noche anterior, y bien pudiera ocurrírsele al
Brujeador recibirlo con estas palabras:
     –¿No le dije, don Balbino? Mejor es recoger que devolver.
     Llegaba ya a la casa de El Miedo, cuando se le reunieron tres hombres que traían la misma dirección.
     –¿Qué buscan por aquí los Mondragones? –les preguntó.
     –¡Guá! ¿No sabe usted la novedad, don Balbino? La señora nos ha mandado desocupar la casa de Macanillal. Parece
que ya no nos necesita por allá.

     Eran los Mondragones tres hermanos, oriundos de las llanuras de Barinas, a los cuales, por su bravura y fechorías,
apodaban Onza, Tigre y León. Fugitivos por crímenes cometidos en los llanos de aquel Estado, pasaron al de Apure, y
después de haber merodeado y practicado el abigeato durante algún tiempo, entraron al servicio de doña Bárbara, en
cuyos dominios hallaban– seguro asilo cuantos facinerosos cayeran por el Arauca.
     La casa de Macanillal estaba situada en el lindero con Altamira, establecido de acuerdo con la última sentencia que
había obtenido doña Bárbara en su favor; pero tanto la casa como los postes del lindero habían cambiado ya de sitio,
Altamira adentro, pues para eso estaban allí los Mondragones con la consigna de hacer avanzar de tiempo en tiempo la
línea divisoria, cuyo punto de referencia, deliberadamente vago en la decisión del tribunal, era la «casa en piernas» que
ellos habitaban, fácil de desarmar y reconstruir en obra de horas, sin que del traslado quedaran muestras perceptibles, a
primera vista, en la uniformidad del inmenso paño de sabana. Mediante esta estratagema, ya doña Bárbara le había
quitado a Altamira cerca de media legua más en el lapso de seis meses, con lo cual, al mismo tiempo, preparaba otro
litigio.
     A Balbino le cayó mal la noticia que le dio el Onza; pero fue más sorprendente todavía lo que agregó el Tigre:
     –No fuera nada que nos hubiera mandado a desocupar la casa, sino que esta mañana llegó allá Melquíades con la
orden de que la desbaratáramos esta noche y la volviéramos a poner, en junto con los postes del lindero, en donde
estaba enantes. Como si eso de mudar una casa y cambiar una posteadura fuera cosa de hacerse en una noche. Además,
a nosotros nunca nos ha gustado echar para atrás, después que hemos empujado palante. Por eso venimos a decirle a la
señora que mejor es que mande a otros a hacer ese trabajito.
     Balbino cavilaba, ceñudo, y el León concluyó:
     –Yo lo que digo es que hay cosas que no entiendo. A menos que la señora la vaya a dar ahora por tenerle miedo al
vecino.
     –No desbaraten la casa ni muden los postes –díjoles Balbino–. No hablen con ella todavía, tampoco. Dejen eso de
mi cuenta. Quédense por aquí mientras yo converso con la señora.
     Los Mondragones se entretuvieron conversando con los otros peones que estaban por allí, y Balbino se dirigió a la
casa.
     La primera impresión desagradable fue el cambio que, de la noche a la mañana, se había operado en el aspecto de la
mujerona. Ya no llevaba aquella sencilla bata blanca, cerrada hasta el cuello y con mangas que le cubrían
completamente los brazos, que era el máximo de femineidad que se consentía en el traje, sino otra, que nunca le había
visto usar Balbino, descolada y sin mangas, y adornada con cintas y encajes. Además, llevaba el cabello mejor peinado,
hasta con cierta gracia que la rejuvenecía y la hermoseaba.
     No obstante, a Balbino no le cayó bien la transformación. Contrajo el ceño y dejó escapar un leve gruñido de
desconfianza.
     La segunda impresión desagradable fue la sonrisa mordaz con que ella le preguntó, aludiendo a la fanfarronada que
le oyera la noche anterior a propósito de sus planes contra Luzardo:
     –¿Lo emparejaste?
     Molesto y desconcertado por esta acogida burlona, el hombre respondió bruscamente:
     –Del camino me revolví a esperar que él me llame a rendirle cuentas. Ojalá se atreva a pedírmelas, para ver quién es
el que va a tener que darlas.
     Ella se quedó mirándolo, sin dejar de sonreír, y él, después de darse dos o tres manotadas en los bigotes:
     –Si yo estaba allá, era por complacerte. Desapareció la sonrisa de la faz de la mujer; pero se mantuvo su
desconcertante silencio.
     Balbino hizo un gesto de desconfianza y, mentalmente:

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now