Capitulo 13° Los derechos de «Míster Peligro»

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cachilapiar cuanto bicho le caiga en el lazo. Si se le quita ese gusto, se muere de tristeza. Un llanero está contento
cuando puede decir: hoy cachilapié tantas reses, y no le importa que su vecino esté diciendo allá lo mismo, porque el
llanero siempre cree que sus bichos están seguros y que los que se coge el vecino son de otro.
    No obstante, Luzardo se quedó pensando en la necesidad de implantar la costumbre de la cerca. Por ella empezaría
la civilización de la llanura; la cerca sería el derecho contra la acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación
del hombre ante los principios.
    Ya tenía, pues, una verdadera obra propia de un civilizador: hacer introducir en las leyes de llano la obligación de la
cerca.
    Mientras tanto, ya tenía también unos pensamientos que eran como ir a lomos de un caballo salvaje en la vertiginosa
carrera de la doma, haciendo girar los espejismos de la llanura. El hilo de los alambrados, la línea recta del hombre
dentro de la línea curva de la naturaleza, demarcaría en la tierra de los innumerables caminos, por donde hace tiempo se
pierden, rumbeando, las esperanzas errantes, uno solo y derecho hacia el porvenir.
    Todos estos propósitos los formuló en alta voz, hablando a solas, entusiasmado. En verdad, era muy hermosa
aquella visión del Llano futuro civilizado y próspero que se extendía ante su imaginación.
    Era una tarde de sol y viento recio. Ondulaban los pastos dentro del tembloroso anillo de aguas ilusorias del
espejismo y a través de los médanos distantes, y por el carril del horizonte corrían, como penachos de humo, las
trombas de tierra, las tolvaneras que arrastraba el ventarrón.
    De pronto el soñador, ilusionado de veras en un momentáneo olvido de la realidad circundante, o jugando con la
fantasía, exclamó:
    –¡El ferrocarril! Allá viene el ferrocarril.
    Luego sonrió tristemente, como se sonríe al engaño cuando se acaban de acariciar esperanzas tal vez irrealizables;
pero después de haber contemplado un rato el alegre juego del viento en los médanos, murmuró optimista:
    –Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no
alcanzaremos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea.
    Era una larga masa de músculos, bajo una piel roja, con un par de ojos muy azules y unos cabellos color de lino.
    Había llegado por allí hacía algunos años con un rifle al hombro, cazador de tigres y caimanes. Le agradó la región,
porque era bárbara como su alma, tierra buena de conquistar, habitada por gentes que él consideraba inferiores por no
tener los cabellos claros y los ojos azules. No obstante el rifle, se creyó que venía a fundar algún hato y a traer ideas
nuevas, se pusieron en él muchas esperanzas y se le acogió con simpatía; pero él se limitó a plantar cuatro horcones, en
un terreno ajeno y sin pedir permiso, a echarles encima un techo de hojas de palmera, y una vez construida esta cabaña,
colgó su chinchorro y su rifle, se metió en aquél, encendió su pipa, estiró los brazos, distendiendo los potentes
músculos, y exclamó:
    –All right! Ya estoy en mi casa.
    Decía llamarse Guillermo Danger y ser americano del Norte, nativo de Alaska, hijo de un irlandés y de una danesa
buscadores de oro; pero se dudaba de que el apellido que se ponía fuera realmente el suyo, pues en seguida añadía:
«Mister Peligro», y como era humorista, a su manera, con la ingenuidad de un niño, se sospechaba que se apellidaba así
sólo por añadir la inquietante traducción.
    Por otra parte, había cierto misterio en torno a su persona. Referíase que en los primeros tiempos de su
establecimiento en la región, varias veces había mostrado gacetillas de periódicos neoyorquinos tituladas siempre The
man without country, en las cuales se protestaba contra cierta injusticia cometida con un ciudadano a quien no se

nombraba, y que, a su decir, era él; y aunque nunca explicó de modo claro y satisfactorio cuál había sido aquella
injusticia, ni por qué ocultaba su nombre bajo tal denominación, se le abrieron todas las puertas en espera de los ríos de
dólares que iban a correr por la llanura.
    Entretanto, míster Danger, por industria no hacía sino cazar caimanes, cuyas pieles exportaba anualmente en grandes
cantidades, y por afición, tigres, leones y cuantas fieras le pasasen al alcance de su rifle. Un día, como diese muerte a
una cunaguara recién parida, se apoderó de los cachorros y logró criar y domesticar uno, con el cual retozaba,
ejercitando su perenne buen humor de niño grande y brutal. Ya el cunaguaro lo había acariciado con algunos zarpazos;
pero él se divertía mucho mostrando las cicatrices, y éstas le dieron tanto prestigio como las gacetillas.
    Poco después, la cabaña del cazador se convirtió en una casa dotada de una instalación interior bastante confortable
y rodeada de extensos corrales de ganado. La historia de esta transformación que parecía indicar que el «hombre sin
patria» había echado raíces en la tierra, tenía puntos de contacto con la de doña Bárbara.
    Fue en los tiempos del coronel Apolinar, y se estaban haciendo fundaciones en el hato de El Miedo, recién bautizado
así. Míster Danger, enterado de la leyenda de los «familiares», quiso presenciar el bárbaro rito, que no podía dejar de
practicar la supersticiosa mujerona, y con tal objeto fue a hacerle una visita, que por otra parte le debía, ya que era
propiedad de ella aquel palmo de tierra donde había levantado su cabaña.
    Ver al extranjero, oírlo expresar el deseo que lo animaba, enamorarse de él y trazarse su plan, todo fue para doña
Bárbara obra de un instante. Hizo que Apolinar lo invitara a comer con ellos, le cargó la mano al servirles la bebida, a
que ambos eran muy aficionados, y como el criollo era más débil y tenía la borrachera idiota, no se dio cuenta de las
guiñadas de ojos con que el invitado y su mujer concertaron durante la comida la traición que le harían.
    Entretanto los peones abrían de prisa la zanja donde sería enterrado un caballo viejo y derrengado, que sólo para
familiar podía ya servir.
    –Lo enterraremos a punto de medianoche, que es la hora indicada –había dicho Bárbara–. Y nosotros tres solamente,
porque los peones no deben presenciar la operación. Así es cómo debe hacerse, según la costumbre.
    –¡Bonito! –exclamó el extranjero–. Las estrellas arriba y nosotros abajo, echando tierra encima del caballo vivo.
¡Bonito! ¡Pintoresco!
    En cuanto a Apolinar, ni estaba enterado de la costumbre, ni era ya persona capaz de hacer objeciones, y fue
necesario que míster Danger lo cargara en brazos para montarlo a caballo, cuando llegó la hora de partir, camino de las
fundaciones distantes de las casas del hato.
    Ya estaba abierta la zanja y amarrado a un poste de los corrales en construcción el caballo derrengado, víctima del
bárbaro rito. Junto a la zanja había tres palas para los enterradores. La noche estrellada envolvía en sombras densas el
paraje desierto.
    Míster Danger desamarró el caballo y lo condujo hasta el borde de la zanja, dirigiéndole palabras compasivas, entre
ruidosas risotadas que provocaban la hilaridad idiota de Apolinar, y luego lo arrojó dentro del hoyo de un envión
formidable.
    –Ahora, rece usted, doña Bárbara, las oraciones que sabe para que los diablos amigos suyos no dejen que se escape
el espíritu del caballo, y usted apúrese, coronel. Ahora somos enterradores y hay que hacer las cosas bien.
    Ya Apolinar se había apoderado de una de las palas y batallaba con las leyes de la gravedad para poder inclinarse a
llenarla con la tierra amontonada al borde de la zanja, murmurando entretanto frases obscenas que parecían causarle
gracia, pues se desmigajaba de risa a cada atrocidad que soltaba. Por fin logró llenar la pala y la balanceó torpemente,
yéndose detrás de ella en cada vaivén.
    –¡Qué borracho estás, coronelito! –acababa de exclamar míster Danger, afanado en su papel de enterrador, paletada
sobre paletada, con una rapidez extraordinaria, cuando advirtió que Apolinar soltaba la herramienta y se llevaba las

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora