Capitulo 5° La lanza en el muro

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   Y con esta emoción que lo reconciliaba con su tierra abandonó la casa de Melesio, cuando ya el sol empezaba a
ponerse, rumbo de baquianos, a través de la sabana, que es, toda ella, uno solo y mil caminos distintos.
    Del que seguían las bestias, sendero abierto por las pezuñas del ganado, se levantaban con silencioso vuelo las
lechuzas y aguaitacaminos, encandilados todavía por la claridad diurna, y al paso de la cabalgata lanzaban sus ásperos
gritos de alerta los alcaravanes que duermen al raso de la sabana.
    Parejas de venados huían por todas partes, hasta perderse de vista. Distante, en la contraluz de un crepúsculo de
colores calientes y suntuosos, se destacaba la silueta de un jinete que iba arreando un rebaño. Reses señeras se engreían,
aquí y allá, amenazantes, o se disparaban ariscas, a la vista del hombre, al aire las pencas; otras, mansas, se
encaminaban, paso a paso y por distintos rumbos, hacia el punto del horizonte donde ya se elevaban las blancas
humaredas de la boñiga seca que era costumbre quemar en las inmediaciones del hato, al aproximarse la noche para que
el ganado disperso por la sabana buscase los corrales. Lejos se levantaba la polvareda de una «rochela» de caballos
salvajes. Un bando de garzas se alejaba hacia el Sur, una tras otra en la armoniosa serenidad del vuelo.
    Pero era un cuadro de desolación dentro del grandioso marco de la llanura. Ya le habían dicho a Santos Luzardo que
en Altamira no quedaban sino unas «paraparas» y, en efecto, toda aquella hacienda que se movía entre el inmenso paño
de sabana, sería apenas un centenar entre bestias y reses, cuando, antes, hasta los tiempos de José Luzardo, eran
yeguadas y rebaños numerosos.
    –¡Se acabó esto! –exclamó Santos–. ¿A qué he venido si aquí no hay nada que salvar?
    –Hágase cargo –dijo Antonio–, Por un lado, doña Bárbara y por el otro una runfla de mayordomos, a cual más
ladrones, haciendo de las suyas con el ganado de acá. Y como si fuera poco, los cuatreros del Cunaviche metiéndose en
Altamira, como río en conuco, cada vez que les da la gana; los revolucionarios por un lado, y por el otro las comisiones
del Gobierno que vienen a buscar caballos, y de aquí es de donde se los llevan, porque doña Bárbara, para que no le
quiten los suyos, las endilga para acá.
    –El desastre –concluyó Santos–. ¡Y yo en Caracas tan tranquilo!
    –Pero todavía queda, doctor. Puras cimarroneras, y a Dios gracias, porque si no, a estas horas también le habrían
manoteado esas reses. En Altamira, afortunadamente, desde el 90 para acá, con la soltada de las queseras, todo el
ganado se estaba alzando. Las cimarroneras, que de por sí son una ruina, han sido aquí una salvación, porque, como dan
tanta brega, los mayordomos, conchabados con los vecinos, se han contentado con cogerse el ganado manso. Una de
estas noches lo voy a llevar al mastrantal de Mata Luzardera para que se dé una idea de la plata que todavía tiene que
defender. Pero si se hubiera dilatado en venir unos días más, ni eso habría encontrado, pues ya el don Balbino tenía
dispuesto empezar a darles choques a las cimarroneras para repartírselas con doña Bárbara. Por algo se ha enredado ella
con él.
    –¡Cómo! ¿De modo que Paiba es el amante de turno de doña Bárbara?
    –Pero ¿usted no lo sabía, doctor? ¡Ah, caramba! Si por eso es que está él aquí. A lo menos, la misma doña Bárbara
dice que fue ella quien hizo poner a Balbino en Altamira.
    Y fue entonces cuando Santos vino a darse cuenta de la traición del apoderado que le recomendara a Paiba, encima
de haber dejado perderse la causa que él le confiara.
    Una leve sonrisa, que sólo la mirada zahorí de Antonio podía percibir, cruzó por el rostro de Carmelito, y ya aquél
se arrepentía de las palabras con que había puesto en evidencia la desairada situación de Luzardo, cuando descubrió
también en éste, por el fiero gesto, el encabritamiento de la hombría que Carmelito –claro estaba para él– no le
reconocía, y de la cual él mismo había llegado a dudar por un momento hacía poco.

    –Tenemos hombre –se dijo para sus adentros, complacido en el hallazgo–. La raza de los Luzardos no se ha acabado
todavía.
    Guardó respetuoso silencio el peón leal; Carmelito continuó hermético, y por largo rato sólo se escucharon las
pisadas de los caballos. Luego, allá lejos, por donde iba, negra en la contraluz del crepúsculo, la silueta del jinete en pos
del rebaño, un cantar de notas largas, tendido en la muda inmensidad.
    Ya la emoción apaciguante del paisaje natal volvió a apoderarse del ánimo de Santos. Dejó vagar la vista,
desarrugando el ceño, por la ancha tierra, y fueron acudiendo a sus labios los nombres familiares de los sitios que
recorría a la distancia:
    –Mata Oscura, Uveral, Corozalito. El palmar de La Chusmita.
    Cosa de un instante nada más, al pronunciar el nombre del lugar aciago, causa de la discordia que destruyó a su
familia, sintió que surgían intempestivamente del fondo de su ser torvos sentimientos que le obscurecían la recuperada
serenidad del ánimo. ¿Acaso el odio de los Luzardos por los Barqueros, la pasión de la cual se creía exento?
    Y a tiempo que se le hacía la interrogación, reveladora de conciencia alerta, oyó que Antonio, fiel también al rencor
de «la familia» como, por antonomasia, decían los Sandovales, murmuraba:
    –¡El maldito palmar! Sí, señor. Allá está purgando en vida su crimen el que azuzó al hijo contra el padre.
    Referíase a Lorenzo Barquero, instigador de Félix Luzardo la tarde de la monstruosa tragedia de la gallera, y parecía
verdaderamente suyo el rencor que le vibraba en la voz.
    En cambio, tras una breve pausa, Santos se complació en comprobar que sólo un interés compasivo lo movía ya a
hacer esta pregunta:
    –¿Vive todavía el pobre Lorenzo?
    –Si se puede llamar vida el resuello, que es lo que le queda. El «espectro de La Barquereña», lo mentan por aquí. Es
una piltrafa de hombre. Dicen que fue doña Bárbara quien lo puso así; pero para mí que fue castigo de Dios, porque
comenzó a secarse en vida desde la hora y punto en que el difunto don José lo clavó en el bahareque.
    Aunque Santos no comprendió todo lo que quería decir Antonio con la frase final, le repugnó que mezclara a su
padre en aquel asunto y cambió el tema haciendo una pregunta relativa al ganado que pacía por allí.
    Se ocultó por fin el sol, pero quedó largo rato suspendido sobre el horizonte el lento crepúsculo llanero en una faja
de arreboles sombríos, cortados por la línea neta del disco de la llanura, mientras en el confín opuesto, al fondo de una
transparente lontananza de tierras mudas, comenzaba a levantarse la luna llena. Se fue haciendo más y más brillante el
fulgor espectral que plateaba los pajonales y flotaba como un velo en las hondas lejanías, y ya era entrada la noche
cuando llegaron a las fundaciones del hato.
    Una casa grande, de bahareque y tejas, torcidas las paredes, despatarradas las techumbres, de cinc las de los
corredores que la rodeaban, con un palenque por delante para defenderla del ganado y algunos árboles por detrás, en lo
que se denomina el patio, no muy altos, pues el llanero no los consiente cerca de sus viviendas por temor al rayo; al
fondo la cocina y unas piezas destinadas a almacenar las yucas, topochos y fríjoles que producían los conucos para el
consumo del personal; a la derecha, el caney sillero y los que servían de dormitorios de la peonada, y entre éstos y
aquél, la tasajera, donde se secaba al aire y al sol, pasto de las moscas, la carne salada; a la izquierda, las trojes donde se
depositaba el maíz en mazorcas, el totumo y el merecute del gallinero, los botalones de tallar sogas, las majadas, medias
majadas y corralejas, y, finalmente, el chiquero de los marranos, esto era el hato de Altamira, tal como lo fundara el
cunavichero don Evaristo en años ya remotos, excepto las tejas y el cinc de los techos de la casa de familia, mejoras
introducidas por el padre de Santos. Una fundación primitiva, asiento de una industria rudimentaria y abrigo de una
existencia semibárbara en medio del desierto.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now