Capitulo 6° El inefable hallazgo

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procedimientos legales, aunque éstos sustentasen sanciones como aquellas con las cuales doña Bárbara venía
arrebatándole su propiedad; enemigo de las represalias –cuyas insinuaciones rechazaba su conciencia vigilante, con un
sagrado horror de la catástrofe espiritual a que pudieran inducirlo, poniendo en libertad al impulsivo que alentaba en él–
aun a riesgo de convertirse en víctima de la violencia enseñoreada de aquella tierra.
    Este que ahora escuchaba la conversación de sus peones, pensaba y sentía como aquel que acababa de decir: «el
hombre debe saber hacer todo lo que hace el hombre».
    Ya él había demostrado que sabía hacerlo: la casa de Macanillal ya no existía, y los Mondragones iban a rendir
cuenta de sus crímenes ante la justicia, por obra de su mano armada. Al día siguiente le tocaría a míster Danger. Puesto
que era la hora del hombre y no todavía la de los principios, ya que para la arbitrariedad y la violencia el desierto no
oponía límites a la acción individual, el hombre se impondría. Un golpe aquí, otro allá, en seguida una afirmación de
fuerza en cada oportunidad que se le deparara, y el ancho feudo sería suyo para la futura obra civilizadora. Era el
comienzo del buen cacicazgo. La hora del hombre bien aprovechada.
    Fueron tres los días que Santos estuvo ausente del hato, y mientras tanto, Marisela alimentó la secreta esperanza de
verlo ir en busca suya en cuanto regresara a Altamira y no la encontrase allí. Empecinada en el sombrío despecho que la
había impulsado a retornar al rancho del palmar, no quería confesarse que abrigaba tal esperanza, pero no se apersonaba
tampoco de la nueva situación. Apenas atendía a los menesteres del momento, como si estuviera allí de paso, y el resto
del día se le iba sentada en el brocal del pozo o vagando por el palmar, mirando siempre hacia donde podía aparecer
gente que viniese de Altamira.
    A ratos disipábase la negra melancolía y soltaba la risa al pensar en el enojo de Santos cuando no la encontrara en su
casa, pareciéndole entonces que no había querido hacer sino una chiquillada para cobrarle aquel áspero regaño que dio
en pago del amoroso empeño que ella había puesto en librarlo de los maleficios de la madre; pero en llegando a este
punto de su soliloquio, las odiosas imágenes de aquella escena volvían a abatirle y ensombrecerle el ánimo.
    Finalmente, supo que Santos había llegado, y transcurrieron dos días, y se extinguió totalmente aquella lucecita de
esperanza que a ratos parpadeaba en su corazón.
    –Bien sabía yo que él no vendría a buscarme, ni se ocuparía más de mí –se dijo–. Ahora sí es verdad que aquello no
fue sino un sueño.
    En cambio, míster Danger caía a cada rato por allí. Menos audaz que antes, contenido por la actitud seria y digna
que ella observaba en su presencia, ya no era osado a ponerle encima sus manazas; pero estrechaba cada vez más el
asedio de la presa que había vuelto a ponerse al alcance de sus garras, más codiciable ahora, y alternaba las habituales
bromas de su perenne buen humor con altaneras actitudes de comprador que ha pagado.
    Por momentos, el despecho inducía a Marisela a complacerse en pensar que su destino sería caer, tarde o temprano,
entre los brazos de aquel hombre; pero en seguida la repugnante perspectiva la impulsaba a buscarle remedios eficaces
y rápidos a la situación.
    Un día vio a Juan Primito, que merodeaba por allí sin atreverse a llegarse hasta el rancho, temeroso de que ella no le
hubiese perdonado la injerencia que tuvo en lo de la medida de la estatura de Luzardo. Lo llamó y le dio este encargo:
    –Dile a... Bueno. Tú sabes a quién me refiero: a la señora, como tú la llamas. Dile que le mando a decir yo que aquí
estamos otra vez en el palmar, pero que quiero irme de por todo esto. Que me mande dinero; pero no una miseria de
cuatro centavos, porque no es una limosna lo que le pido, sino dinero suficiente para irme a San Fernando con papá.
¿Cómo le vas a decir? Repite lo que te he dicho. Bien. Así mismo se lo dices; de lo contrario, no se te ocurra volver por
acá.

    Juan Primito se fue repitiendo el recado, para que no se le olvidara una sola de las palabras de la niña Marisela, y así
se lo dio a doña Bárbara. En el primer momento, ésta pensó dar la callada por respuesta o contestar con una violencia;
pero recapacitándolo mejor, comprendió que le convenía que Marisela se marchase a San Fernando, y cogiendo de su
armario un puñado de monedas de oro, de las que acababa de recibir en pago de un lote de ganado, se las entregó a Juan
Primito.
    –Toma. Llévale esto. Que ahí van trescientos pesos. Que se vaya de por todo esto con su padre y que haga todo lo
posible para que yo no vuelva a saber de ella.
    Ahogándose en la sofocación de la prisa con que recorrió el trayecto y de la alegría que le causaba el éxito de su
cometido, Juan Primito sacó el pañuelo donde había envuelto las monedas, diciendo:
    –Atoca, niña Marisela. ¡Eso es oro! ¡Trescientos pesos te manda la señora! Cuéntalos a ver si están completos.
    –Ponlo en esa mesa –díjole Marisela, sintiéndose humillada por haber tenido que recurrir a aquel expediente para
librarse de míster Danger y para renunciar a las limosnas de provisiones que Antonio seguía enviándoles de Altamira.
    –¿Es que te da asco el pañuelo, niña Marisela? Aguárdate que te las voy a entregar limpiecitas –dijo Juan Primito,
dirigiéndose a lavar las monedas con agua del aljibe.
    –Por más que las laves, siempre me dará asco tomarlas. Déjalas ahí. No es tu pañuelo lo que me da grima.
    –No seas zoqueta, niña Marisela –replicó el bobo–. Oro es oro, y venga de donde venga, siempre está que brilla.
¡Son trescientos pesos! Con estos centavos puedes poner un negocio. En el paso del Bramador, del otro lado del Arauca,
hay una pulpería que están vendiendo. Si tú quieres, yo me acerco allá en un saltito a preguntar que por cuánto te la
venden. Es un buen negocio, niña Marisela. Todo el que viene para acá se para en esa pulpería, y por lo menos un palo
de caña se pega. Si tú la compras, yo me voy para allá a servirte de dependiente, sin que tengas que pagarme nada.
Déjame ir hasta allá a preguntar.
    –No. No. Déjame pensarlo primero, y por ahora, vete. Hoy no estoy de humor para conversar contigo. Coge para ti
una de esas monedas y déjame las otras sobre la mesa.
    –¿Atocar yo una de esas monedas para mí? ¡Qué mano, niña Marisela! ¡Ave María Purísima! Déjame dirme más
bien. ¡Ah! Se me olvidaba que te manda a decir la señora que. Nada, nada. Haz lo que te digo: compra la pulpería del
otro lado del paso y te vas de una vez de por todo esto.
    Se fue Juan Primito, se quedaron las monedas donde él las había puesto, y se quedó Marisela pensando en lo que le
propusiera aquél.
    –¡Pulpería! Pero ¿a qué más puedo aspirar sino a ganarme la vida detrás del mostrador de una pulpería? ¡Pulpería!
Al fin me casaré, o me pondré a vivir con un peón, y un día pasará por allí el doctor Santos Luzardo y me pedirá que le
venda, aguardiente no, porque él no bebe, pero cualquier otra cosa, y yo se la venderé, y él ni siquiera se fijará en que es
Marisela, aquella Marisela, quien le despachará.
    Horas después se presentó por allí míster Danger. Bromeó un poco a propósito de aquellas monedas que todavía
permanecían en la mesa, y cuando ya iba a retirarse, sacó del bolsillo un papel donde había algo escrito y
presentándoselo a don Lorenzo, le dijo:
    –Firma aquí, chico. Éste es el documento del contratico que hicimos ayer.
    Lorenzo levantó a duras penas la cabeza y se quedó mirándolo desde el abismo de su borrachera, sin entender lo que
le decía; pero míster Danger le puso la pluma entre los dedos, y llevándole la mano, lo obligó a estampar su firma al pie
del escrito, aunque con una letra que no tenía de suya sino el temblor de la diestra por medio de la cual escribía el
extranjero:

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now