Capitulo 4° Uno solo y mil camino distintos

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    –Présteme una cuartilla de morocotas, doña. Dice el cuento que ella fue, y vino con la medida colmada por encima
de los bordes.
    –¿Cómo la quiere, ño, con o sin copete?
    –Rasita, doña. Porque a la hora de pagar, el copete me puede salir muy caro.
    Ella quitó las monedas excedentes, pasando al ras de los bordes de la medida una regla que al efecto usaba, y dijo:
    –Fíjese, ño. Así la quiero cuando me la pague: descopetada de un solo toletazo.
    Esto contaban. Tal vez habría mucho de leyenda en cuanto se decía a propósito de su fortuna; pero bastante rica y
muy avara sí era doña Bárbara.
    En cuanto a la conseja de sus poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fantasía llanera. Ella se
creía realmente asistida de potencias sobrenaturales y a menudo hablaba de un «Socio» que la había librado de la
muerte, una noche, encendiéndole la vela para que se despertara a tiempo que penetraba en su habitación un peón
pagado para asesinarla, y que desde entonces se le aparecía a aconsejarle lo que debiera hacer en las situaciones difíciles
o a revelarle los acontecimientos lejanos o futuros que le interesara conocer. Según ella, era el propio milagroso
Nazareno de Achaguas; pero lo llamaba simplemente y con la mayor naturalidad: «El Socio», y de aquí se originó la
leyenda de su pacto con el diablo.
    Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas,
conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición, así como sobre su pecho
estaban en perfecta armonía escapularios y amuletos de los brujos indios, y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos
conciliábulos con «el Socio», estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y
de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva.
    Tocante a amores, ya ni siquiera aquella mezcla salvaje de apetitos y odio de la devoradora de hombres. Inhibida la
sensualidad por la pasión de la codicia, y atrofiadas hasta las últimas fibras femeniles de su ser por los hábitos del
marimacho –que dirigía personalmente las peonadas, manejaba el lazo y derribaba un toro en plena sabana como el más
hábil de sus vaqueros, y no se quitaba de la cintura la lanza y el revólver, ni los cargaba encima sólo para intimidar–, si
alguna razón de pura conveniencia –la necesidad de un mayordomo incondicional en un momento dado, o, como en el
caso de Balbino Paiba, de un instrumento suyo en el campo enemigo– la movía a prodigar caricias, más era hombruno
tomar que femenino entregarse. Un profundo desdén por el hombre había reemplazado al rencor implacable.
    No obstante este género de vida y el haber traspuesto ya los cuarenta, era todavía una mujer apetecible, pues si
carecía en absoluto de delicadezas femeniles, en cambio, el imponente aspecto del marimacho le imprimía un sello
original a su hermosura: algo de salvaje, bello y terrible a la vez.
    Tal era la famosa doña Bárbara: lujuria y superstición, codicia y crueldad, y allá en el fondo del alma sombría, una
pequeña cosa pura y dolorosa: el recuerdo de Asdrúbal, el amor frustrado que pudo hacerla buena. Pero aun esto mismo
adquiría los terribles caracteres de un culto bárbaro que exigiera sacrificios humanos: el recuerdo de Asdrúbal la
asaltaba siempre que se tropezaba en su camino con un hombre en quien valiera la pena hacer presa.

    El paso del Algarrobo era la entrada del hato de Altamira. Lo determinaban dos cortes en rampa abiertos en los
ribazos que allí encajonaban el cauce del Arauca.
    Al son de la guarura que anunciaba la llegada de un bongo, corrieron a asomarse al borde de la barranca derecha
unas cuantas muchachas, y bajaron a la playa tres chicos y dos hombres.

    En uno de éstos, araucano buen mozo, cara redonda de color aceitunado, Santos Luzardo reconoció a Antonio
Sandoval, Antoñito el becerrero en los tiempos de su infancia en el hato, su camarada de expediciones en busca de
panales de aricas y nidos de paraulatas.
    Saludó descubriéndose respetuosamente; pero cuando Luzardo le echó los brazos, tal como lo hiciera trece años
antes para despedirse de él, el peón, emocionado, murmuró:
    –¡Santos!
    –No has cambiado de fisonomía, Antonio –dijo Luzardo, apoyadas todavía sus manos en los hombros del peón.
    Y éste, volviendo al tratamiento respetuoso:
    –Usted sí que es otra persona. Tanto, que si no hubiera sido porque sabía que venía en el bongo no lo habría
reconocido.
    –¿De modo que no te he cogido de sorpresa? ¿Cómo supiste que venía?
    –Parece que la noticia la trajo a El Miedo el peón que acompañaba al Brujeador.
    –¡Ah! Sí. Eran dos, y uno ha debido de venirse anoche mismo por tierra.
    –A mí me dio el pitazo Juan Primita –concluyó Antonio–. Un bobo de allá de El Miedo, que todo lo descubre y es
un telégrafo para transmitir novedades. Por cierto, que me he pasado todo el día preocupado por causa de ese empeño
del Brujeador de venirse con usted en el bongo. De eso estábamos hablando, cuando sonó la guarura, yo y mi vale
Carmelito.
    Referíase al compañero, y en seguida lo presentó:
    –Arrímese, vale. Carmelito López. Un hombre en quien puede confiarse con los ojos cerrados. Es de los nuevos;
pero luzardero también hasta los tuétanos.
    –A su mandar –dijo el presentado, lacónicamente, tocándose apenas el ala del sombrero. Un hombre de facciones
cuadradas, cejijunto, nada simpático al primer golpe de vista. Uno de esos hombres que están siempre «encuevados»
dentro de sí mismos, como dice el llanero, sobre todo en presencia de extraños.
    No obstante, y a causa de las recomendaciones de Antonio, a Luzardo le produjo buena impresión; pero al mismo
tiempo, se dio cuenta de que no había sido recíproca.
    En efecto, era Carmelito uno de los tres o cuatro peones del hato con cuya lealtad podía contar Santos Luzardo en la
lucha que se había propuesto emprender contra los enemigos de su propiedad. Había llegado a Altamira hacía poco
tiempo, y si aún permanecía allí, a pesar de lo mal avenido que estaba con el mayordomo Balbino Paiba, era por
complacer a Antonio, quien, extremando la tradicional fidelidad de los Sandoval hacia los Luzardos, no sólo soportaba
al mayordomo traicionero, sino que procuraba retener en Altamira a los pocos peones honrados que por allí quedaran,
en la esperanza de que algún día resolviera Santos ir a encargarse del hato. Como Antonio, Carmelito se había alegrado
con la noticia de la llegada del amo: Balbino Paiba sería destituido incontinenti y obligado a rendir cuenta de sus
latrocinios; se acabarían los abusos de doña Bárbara y todo marcharía en regla.
    Pero del concepto que tenía Carmelito de la hombría estaba excluido todo lo que descubrió en Santos Luzardo,
apenas éste saltó del bongo: la gallardía, que le pareció petulancia; la tersura del rostro, la delicadeza del cutis, ya
sollamado por el resol de unos días de viaje, rasurado el bigote, que es atributo de machos; los modales afables, que le
parecieron amanerados; el desusado traje de montar, aquel saco tan entallado, aquellos calzones tal holgados arriba y en
las rodillas tan ceñidos, puños estrechos en vez de polainas, y corbata, que era demasiado trapo, para llevar encima por
aquellas soledades, donde con los de taparse basta, y sobra trapo.
    –¡Hum! –murmuró entre dientes–. ¿Y éste es el hombre de quien tanto esperábamos? Con este patiquincito
presumido como que no se va a ninguna parte.

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora