Capitulo 7° Miel de aricas

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    En efecto, de pronto el saurio volvió la cabeza y se quedó mirando aquello que flotaba a flor de agua. Tres rifles
apuntaron desde la playa, poniendo al azar de una mala puntería la vida de los hombres próximos a la fiera, y ya ésta iba
a sumergirse de nuevo, cuando un brusco vaivén de las taparas indicó que Pajarote y María Nieves las abandonaban,
jugando el todo por el todo, para lanzarse al asalto, que era la única esperanza de salvación que ya les quedaba.
    Se produjo un borbollón de aguas fangosas, se agitó en convulsiones una masa enorme, se levantó varias veces en el
aire una cauda formidable, produciendo un estruendo al caer sobre el agua, y, finalmente, el caimán se volteó y se
quedó inmóvil, a flote la blanca panza descomunal, sangrantes los codillos alanceados, a tiempo que Pajarote y María
Nieves sacaban por allí las cabezas, exclamando:
    –¡Dios y hombre!
    Y un clamor unánime en la orilla celebrando la proeza:
    –¡Se acabó el espanto del Bramador!
    –Así se irán acabando todas las brujerías de El Miedo, porque ahora aquí tenemos la contra.
    El algarrobo del paso vibra como un arpa melodiosa entre el zumbido de las aricas.
    Encaramadas en las ramas donde ellas han formado sus colmenas, las nietas de Melesio las ahuyentan con el humo
pestilente de unos mechones de sebo, y los morenos panales van pasando de las manos de los muchachos a las de sus
hermanas, reunidas al pie del árbol.
    Huyen todas lanzando agudos chillidos si a alguna se le enreda entre el cabello una abeja furiosa; pero luego
vuelven muertas de risa y disputándose la golosina dulce y picante:
    –Ya tú cogiste. Ahora me toca a mí.
    –No. ¡A mí! ¡A mí!
    Son siete las que están disputándose los panales, porque Genoveva, la mayor, se ha quedado conversando con
Marisela en el caney donde están los bancos en torno a la mesa. Mejor dicho, con los codos sobre ésta y la cara entre las
manos, se ha quedado oyendo lo que le cuenta Marisela.
    –De mañanita me levanto a bañarme. ¡Sabrosa esa agua friita! Si oyeras el alboroto que se forma, porque mientras el
agua me cae encima, yo estoy canta que canta, y junto conmigo, los gallos y las gallinas, y los patos y las guacharacas,
que se paran en el samán. Después me voy a la cocina a ver si ya han colado el café, y en cuanto Santos sale de su
cuarto, ya le estoy llevando una taza del más tinto, cerrero, porque así es cómo le gusta. Después a arreglar la casa. Las
manos me quedan ardiendo de tanto darle a la escoba. Si hay que remendar, remiendo, y luego me pongo a estudiar las
lecciones. Ya cuando va a ser la hora de que él regrese de la sabana, me meto otra vez a la cocina a prepararle su
comida, porque le tiene asco a la cocinera y no come sino lo que yo le preparo. Es maniático con la limpieza. Tengo que
estar todo el día detrás de las moscas y espantando las gallinas para que no se metan en la casa. Ya las tengo
acostumbradas a poner en sus nidales. Siempre trae flores de la sabana; pero ya los floreros están llenos con las que yo
recojo por los alrededores de la casa. Al principio yo quería poner flores hasta en el techo. ¡Y ese abajero dentro de la
casa! ¡La carcajada que soltó cuando vio aquello! Yo me puse brava, pero después comprendí que tenía razón. ¡Ah!
¿Qué te cuento, chica? ¿No sabes que ayer se me metieron los indios en la casa? Yo estaba íngrima y sola en ese
momento, porque él se había ido con papá y los peones, y las mujeres de la cocina estaban lavando en el cañito. Cuando
de pronto oigo que dicen: «Comadre, amarra tus perros.» Me asomo, y veo que son como unos veinte yaruros que se
han metido en la sala, muy si señores. Ya tenían sus flechas en los rincones y para dentro era que iban.
    –¿Y no te dio miedo, mujer?

    –¿Miedo? Les salí al encuentro, gritándoles: «¡Fuera de aquí, atrevidos! ¿Por qué se meten sin pedir permiso? Ya les
voy a soltar los perros.» ¡Los pobrecitos! Eran unos indios mansos que andaban recogiendo changuango por la sabana y
se acercaron a la casa a pedir sal y papelón. Tú sabes que para ellos no hay mejor regalo que un pedazo de papelón.
Pero ¡ay si se le da a uno más que a otro! Es necesario repartírselo por igual. Pero yo haciéndome la brava: «¡Cochinos!
¡Atrevidos! Ojalá vinieran los cuibas que andan por ahí.» Fue como si les hubiera nombrado el diablo. Pelaron los ojos
y me preguntaron: «¿Comadre, tú has visto cuibas?» Pero... ¿Por qué te cuento esto? ¡Ah! Ya sé. Si hubieras visto lo
preocupado que se puso Santos cuando supo que los indios me habían sorprendido sola en casa. Hasta en la noche,
tomándome las lecciones, todavía estaba pensativo.
    Genoveva se la queda mirando en silencio. Ella se azora y sonríe.
    –No. No es lo que te imaginas. No hay nada de eso. ¡Jesús! ¿Qué me ves tanto, mujer?
    –Que estás muy bonita. Aunque no te cogerá de sorpresa, porque ya te lo habrán dicho bastante.
    –Pues, para que veas: ni por ahí te pudras.
    –No lo creo. Hoy, por lo menos, alguna flor te han echado.
    –Las que acabas de echarme tú. Lo que me dice es que soy muy inteligente. Ya me tiene fastidiada de oírselo. A
veces me dan ganas de no estudiar las lecciones, a ver si así cambia el tono. Pero ¿qué tanto me ves, chica?
    –El camisón, que te queda muy bien.
    –Con tus favores. Pero no te creas que no sé lo que estás pensando.
    En seguida cuenta lo de los dibujos de Santos, y ambas ríen durante largo rato del «garrufío que tenía en el cuello la
muñeca que él pintó». Luego, Genoveva baja la vista, tamborilea con los dedos sobre la mesa y al cabo de un rato dice:
    –Qué afortunada eres, a pesar de todo.
    –¡Hum! –hace Marisela–. ¡Cuidado, pues!
    –¿Cuidado de qué?
    –Tú sabes lo que quiero decirte.
    –Yo, ¿qué voy a saber, mujer?
    –No seas hipócrita. Confiésame. Tú también estás enamorada de él.
    –¡Enamorada del doctor una percusia como yo! –exclama Genoveva–. ¿Estás loca, mujer? Es un mozo muy
simpático, pero no se ha hecho la miel para el burro.
    Y Marisela, preguntando lo que le han dicho, sólo por el placer de decirlo ella también:
    –¿Verdad que es muy simpático?
    Pero involuntariamente sus palabras han tenido la entonación con que se habla del bien imposible, y al oírse,
advierte que ella también se ha estado haciendo ilusiones, pues todo, menos amor, podía revelar la conducta de Santos
para con ella: severidad de padre o maestro, cuando le daba consejos o le hacía advertencias, o camaradería de hermano
mayor cuando estaba de humor chancero, y si a veces, por quedarse mirándolo ella en silencio, él también callaba y la
miraba a los ojos, la sonrisa que se dibujaba en su rostro tenía tal aire de superioridad, que la dulce zozobra de amor se
le convertía a ella en vergüenza. Además, y especialmente durante aquellos últimos días, Santos no hablaba en la mesa
sino de sus amigas de Caracas, ya no para proponérselas como ejemplos, sino para deleitarse recordándolas, sobre todo
a una, Luisana Lujan, cuyo nombre no pronunciaba sin que en seguida no se quedara pensativo.
    –Yo también digo como tú, Genoveva: no se ha hecho la miel para el burro.
    Y ahora son dos quienes tamborilean sobre la mesa, mientras las aricas que revolotean por allí se van apoderando de
los panales, a cuya picante dulzura ya no acuden los dedos golosos.
    Carraspea Marisela, disimulando nudos de llanto, y Genoveva pregunta:
    –¿Qué te pasa, mujer?

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now